Un recado para los responsables del puerto de El Musel

OPINIÓN

El Musel, en 1905
El Musel, en 1905 Autoridad Portuaria de Gijón

11 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

16 de enero de 1923. Hace ya unas horas que la noche se ha adueñado de la bahía gijonesa. Las escasas personas que por entonces transitan por las proximidades del Muro de San Lorenzo se ven sorprendidas por la presencia de un hombre que, dando muestras de una gran excitación, corre en dirección a Cimadevilla, descalzo y completamente empapado en agua. Cada poco, sale una exclamación de su boca, cada vez más desalentada y fatigosa: « ¡Salvadlos!, que se mueren». Sin esperar respuesta alguna, continúa corriendo hasta llegar al establecimiento de Manuel Loché, situado en las proximidades de la capilla de los Remedios. Nada más traspasar el umbral del chigre se deja caer en un banco, extenuado. No cesa de repetir una y otra vez aquella imperiosa petición: « ¡Salvadlos!, que se mueren».

El recién llegado era bien conocido por los presentes, habituales del local. Se trataba de Santiago Aspillaga, Santi, patrón de la goleta Nuestra Señora del Carmen y que solía alojarse en aquel establecimiento cada vez que arribaba a la villa. Tras unos breves instantes, los necesarios para recuperar el aliento, pudo contar lo ocurrido. El velero, de doscientas cincuenta toneladas y matrícula de San Sebastián, hacía la ruta de Zumaya a Gijón con un cargamento de cemento para ser descargado en la consignación de la Junta de Obras del Puerto. Cuando ya divisaban la playa de San Lorenzo, la fuerte marejada hizo imposible el control del buque, arrastrándolo contra los acantilados de El Cervigón, donde quedó encallado con sus seis tripulantes a bordo. El patrón, viendo que en aquella zona no había nadie que pudiera ayudarlos, decidió lanzarse al mar para intentar llegar a nado hasta tierra y pedir auxilio.   

Tras escuchar con atención su relato, los parroquianos se organizaron presurosos: unos pocos se encaminaron a alertar a las autoridades y a los prácticos del puerto, los más se dirigieron hasta el lugar donde se encontraba la goleta. Al llegar al alto de El Cervigón, entre la negrura de la noche acertaron a ver el velero encallado a pocos metros de la costa. ¡Allí estaban! Las llamas de la hoguera que no tardaron en encender y los gritos de llamada obtuvieron la ansiada respuesta: ¡Estaban vivos! Los tripulantes encaramados en uno de los palos del navío contestaron alborozados… Eran las primeras horas de la madrugada, el temporal arreciaba y el embravecido mar estrellaba inmisericorde sus olas contra el muro de roca. No cabía otra cosa que esperar.

Los murmullos se acallaron de pronto. En uno de sus persistentes embates, el mar partió la popa del buque y el palo mesana cayó al agua arrastrando consigo a los marineros que en él se encontraban. Ante la gravedad de la situación, dos jóvenes se ofrecieron a descender al fondo del acantilado por unas cuerdas que alguien había traído de una casa próxima. Armados tan solo con unas lámparas de carburo consiguieron, al fin, rescatar con vida a dos de los náufragos, que fueron trasladados a la casa de Rosario de Acuña, próxima al lugar.

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Cuatro décadas atrás la primacía portuaria de Gijón estaba en cuestión y son muchas las voces que afirman que el puerto gijonés se ha quedado pequeño. En 1879 Fernando García Arenal, hijo de la ilustre Concepción Arenal y a la sazón ingeniero de la Junta del Puerto, presenta un proyecto para su ampliación. Hay quien piensa, en cambio, que la mejor opción para entrar en la modernidad es construir un puerto nuevo, en la ensenada de El Musel. Tras no pocas discusiones, esta última opción es la que obtiene el apoyo de las autoridades ministeriales, y en el mes de julio de 1889 el ministro del ramo firma el decreto que da vía libre a la construcción del nuevo puerto. Unos cuantos años después y con ya muchos millones empeñados en la obra, El Musel abre la puerta a una modernidad inimaginable por entonces: graneleros, espigones, petroleros, portacontenedores, toneladas por millones, cruceros, plantas regasificadoras, quimiqueros, nuevas ampliaciones…

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Las voces de llamada alertan a quienes dormitan en el interior de aquella solitaria casa. Rosario de Acuña, que habita en el piso de arriba, insta por el hueco de la escalera a Carlos (« el pariente que, hace ya muchos años, se arrogó el derecho de defender mi persona y mi hogar de villanos ataques, habitaba en el piso bajo de la casa») a que abriera pronto la puerta. Sin apenas dar tiempo a que terminaran de explicarse, doña Rosario atiende solícita a los recién llegados. Realiza las primeras curas a los heridos, reparte ropas de abrigo, se enciende un fuego… El café y el coñac que les han servido también ayudan. Y las palabras de aliento y apoyo que les dedica su anfitriona. Poco a poco los náufragos van recuperando el aliento y la calma. Cuentan a los presentes, entre los que se encuentran periodistas de La Prensa y El Noroeste, detalles de lo ocurrido.

Lo que no saben entonces, no pueden saberlo, es que unas horas más tarde será rescatado el contramaestre del buque, quien, habiendo permanecido amarrado durante horas al botalón, terminó por lanzarse al mar cuando la marejada empezaba a amainar. También desconocen que sus otros dos compañeros no corrieron la misma suerte: el mar apresó los cuerpos de los dos tripulantes del velero que ejercían las funciones de cocinero y de fogonero, vecino este último del gijonés barrio de La Calzada y padre de tres hijos y una hija. La noticia de estas muertes envolvió de tragedia la villa gijonesa. 

Aunque la mayoría parece asumir con resignado dolor este nuevo zarpazo del inclemente océano, Rosario de Acuña no se resigna, no se calla. No lo hizo años atrás al conocer la agresión sufrida por una alumna de la madrileña Universidad Central. A pesar de que aquel escrito en el que arremetió contra los agresores le obligó a exiliarse en Portugal, tampoco se quedó callada al enterarse de que algunos trabajadores eran tentados en el lecho mortal por la interesada caridad de quienes pretendían anotar en su cuenta la salvación de una nueva alma. A pesar de sus ansias de vivir los últimos años de su vida en paz y tranquilidad, su pluma tampoco podrá permanecer envainada ahora, cuando llaman a su corazón las víctimas de la insensatez gobernante.

Doña Rosario, indignada por aquellas muertes, escribe un duro artículo reclamando de las autoridades la adquisición de cuanto material de salvamento marítimo sea necesario, cuyo coste no supondría más que unas migajas del dineral que desde hace años se lleva sumergiendo en el mar para construir el nuevo puerto de Gijón, que, al fin y al cabo, no hará más que enriquecer a los que ya son ricos. Con «algunas rebañaduras» del ingente capital invertido en las obras, con todos los millones que desde hace treinta años se están tirando al mar en el ¡¡gran puerto de El Musel!! bien pudiera tener siempre dispuesto «un bote insumergible, salvavidas, con cohetes lanza-cabos, teas, bengalas, maromas, bicheros, garfios de amarre, recias mantas y ropas de abrigo…» y «hombres avezados al mar, BIEN PAGADOS» que estuvieran prestos al auxilio de los náufragos.

A pesar de que en su escrito no se olvide, no, de quienes, arriesgando sus jóvenes vidas, salvaron las de los dos náufragos, para ella el meollo del asunto está en el abandono en el que se encuentran los trabajadores que por un escaso jornal arriesgan su vida a bordo de un barco. Para los primeros, a quienes rinde público homenaje de admiración y respeto, acreedores como son a tener «Alteza» y «Santidad», pide una distinción acorde con sus méritos: « ¡Que venga la cruz de Beneficencia al pecho de estas altezas imberbes…!». Para quienes deben ganarse su sustento en el mar, tan solo una cosa: ¡Justicia!

Pocos meses después, tendría de nuevo ocasión de hablar de todo ello. Como ya viene siendo habitual en los últimos años, en la tarde del Primero de Mayo grupos de obreros, en silenciosa excursión, se dirigen hasta su casa para rendirle un sencillo homenaje de respeto y admiración. Con ellos confraternizó en amigable charla, hablando del pasado más reciente y del incierto futuro que amenazaba con nuevos padecimientos a los que ya padecían. A tenor de lo que dejó escrito uno de los presentes, tal parece que el análisis que realizó en aquella ocasión, (que resultó ser la última vez que se reunía con ellos, su último Primero de Mayo, pues tan solo unos días después algunos de los que allí estaban volverían a El Cervigón para acompañar su cadáver hasta el cementerio civil de El Sucu) fue del todo clarividente. En opinión de aquella veterana luchadora tan solo había una salida: la unión de los de abajo, de los de tercera, de quienes malviven con el fruto de su trabajo:

«A ver, amigos socialistas -nos decía- únanse ustedes los socialistas, los comunistas, los sindicalistas, los anarquistas, todos los verdaderos liberales; únanse en bloque ante esa avalancha que se nos echa encima en todos los países, que es el fascismo...»