Asturias: el rincón más hermoso, florido y fecundo de la patria

OPINIÓN

Parque Nacional Picos de Europa
Parque Nacional Picos de Europa

20 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Mucho antes de que a alguien se le ocurriera el muy afortunado y tantas veces repetido «Asturias paraíso natural», ya hubo quien proclamó con entusiasmo las cualidades paradisiacas de la región. Tal fue el caso de Antonio Pérez Pimentel, español de Cuba llegado a Gijón en l907 como catedrático de Francés del Instituto de Jovellanos, a cuya iniciativa y perseverancia se debe en gran medida la construcción del mirador del Fito, «privilegiado lugar con que la Naturaleza dotó a Asturias». Tal fue el caso también de Rosario de Acuña Villanueva, una madrileña que eligió un lugar en el litoral gijonés para pasar los últimos años de su vida: «Medio mundo vendría a extasiarse en estos incomparables paisajes astures […] porque no hay nada más soberanamente bello que Asturias».

Aunque nacida en pleno centro de Madrid, no tardó en disfrutar de los efectos salutíferos de la brisa yodada del Cantábrico. Sabemos de sus tempranas estancias en Gijón donde, quizás por primera vez, sus doloridos ojos contemplaron la inmensidad del océano. El primer viaje a Asturias del que tenemos noticia tuvo lugar en su primera juventud y no lo olvidó. El tren correo en el que viajaba junto a su padre para pasar un mes en la villa gijonesa, a los baños, fue asaltado por una partida carlista en las proximidades de Villamanín. Tras la marcha de los asaltantes y con menos dinero en el bolsillo, tuvieron que caminar en dirección a Busdongo hasta encontrar cobijo en una de las casas del lugar. A la mañana siguiente, pusieron rumbo a Puente los Fierros, puerto abajo, en un carro tirado por un burro que habían conseguido alquilar en la localidad leonesa. Una vez allí, tomaron otro tren que, al fin, les condujo hasta su ansiado destino, donde les esperaban unos buenos amigos.

Volvió en más de una ocasión, y no solo a Gijón, y no solo para que sus ojos obtuvieran los beneficios del aire marino. Conservamos algunos testimonios de sus andanzas por tierras asturianas: Leitariegos, Tarna, Ventaniella, el desfiladero de los Beyos («uno de esos cañones de ríos inverosímiles si se explican, asombradores si se contemplan»), el Nalón «desde sus fuentes principales, en las heladeras majestuosas de la Nalona, hasta el deslumbrante panorama de su desembocadura en Soto del Barco»... La mayoría de las veces lo hizo a lomos de una fiel cabalgadura, en alguna de las expediciones que, partiendo de Pinto, realizaba cada año para recorrer durante meses buena parte del norte de España. Así sucedió en 1887 cuando, procedente de León, pasó algunas semanas en Asturias (con estancias de varios días en, al menos, Trubia y Luarca) antes de internarse en tierras gallegas. Volvió a suceder pocos años después. Durante el verano de 1889 o 1890 estuvo una temporada en las Peñas de Europa, valiéndose de un asturcón para la aproximación hasta las primeras pendientes; a partir de ahí, esfuerzo, tesón, pericia... En la cima de la Pica del Jierru (o pico del Evangelista, que era como solía aparecer por entonces en los mapas), sus ojos se recrearon en la panorámica que desde aquellas alturas, a más de dos mil cuatrocientos metros, se contemplaba: al sur, las estepas castellanas; al norte, la azul inmensidad del mar; «más cerca de nosotros, Asturias, ¡la sin par Asturias!, donde el alma se embriaga de suavidades y la imaginación se impregna de ideales».

En su opinión, este privilegiado territorio no solo posee innumerables bellezas paisajísticas capaces de atraer a turistas de medio mundo, sino que también cuenta con un clima suave y con una tierra fértil que bien pudieran convertirlo en un auténtico vergel, donde florecieran la agricultura y la ganadería, la vacuna y la equina, así como la industria avícola, que ella tan bien conoce. A sus ojos, la tierra astur se configura como el escenario paradisiaco que, sabiamente utilizado, debiera proporcionarle «tal riqueza que fuera el asombro de Europa, porque no hay en ella, ¡no!, (conozco Francia e Italia en viajes también despaciosos), una región más fértil, más templada, más exuberante de vegetación ni de tierra más substanciosa que esta faja vertiente norte del Pirineo cantábrico».

Tan solo es preciso que sus gentes sean capaces de aprovechar racionalmente los bienes con los que la naturaleza ha premiado a su tierra: un clima privilegiado, suelos de alto valor y agua; que las gentes del campo, mirando más hondo a la tierra que al cielo, buscando el bien de todos, se asocien para recoger con sabiduría y mesura los recursos que tienen a su disposición. Tal sería el sentido de la carta que remite a la Asociación de Agricultores de Carreño, así lo escribe también en algunos de los textos que desde su casa del acantilado gijonés envía a la prensa amiga: «Las sociedades de labradores pueden, si quieren, ser el núcleo propulsor de la innovación». Con una buena organización, con un adecuado reparto de tareas entre los integrantes de las cooperativas agrícolas, Asturias podría convertirse en poco tiempo en la abastecedora de huevos y aves (gallinas, patos, ocas, faisanes…) de media España.

Aunque la avicultura sea la protagonista de sus propuestas, no por ello deja de ver las potencialidades que para la riqueza de la región presenta la ciencia agrícola. El ejemplo lo tiene cerca de su casa, en el vergel que se extiende por la ería del Piles, con sus elevados trigales, sus campos de remolacha, sus caserías «enguirnaldadas de parrales» y rodeadas de laureles e higueras, sus huertos floridos de frutales diversos, sus eras de alcachofas y sus tablares de fresa… «Y todo ello soberbio de lozanía, de vigor, de abundancia». Tampoco se olvida de las pequeñas industrias caseras para la elaboración de mermeladas y confituras, de mantequilla o de quesos, como los que ya se producen en las montañas orientales, los exquisitos quesos de Cabrales, «enmohecidos por las nieblas de los ventisqueros, y la paciente habilidad femenina».

Por si todo lo anterior no fuera suficiente, en este privilegiado escenario habita también la esperanza: «un apretado haz de consecuentes, austeros y resueltos» que militan en el campo de la libertad, obreros concienciados y combativos, hijos del pueblo ansiosos de ilustrarse, de librarse de la superstición y de abrazar la racionalidad y el progreso, mujeres a quienes desea ver «emancipadas de los fanatismos de las religiones positivas», como las que, no tardando, se manifestarán a su lado por las calles de Gijón en defensa de la llamada «Ley del candado».

¿Qué más podría pedir? Tan solo faltaba la ocasión para hacer realidad su sueño: «vivir y morir en esta Asturias, a la que conozco palmo a palmo». Y la oportunidad se presentó a finales de la primera década del siglo veinte, cuando, tras un desahucio, dos mudanzas obligadas y un robo que diezmó su granja, puso fin a su etapa como avicultora en Cantabria. En 1908 pasa seis meses seguidos en una pensión de Gijón. Lo hace de incógnito, «sin que nadie notase mi presencia», como si de una prueba se tratara. Debió de resultar satisfactoria, pues al año siguiente ya ha comprado unos terrenos en El Cervigón para construir la que habrá de ser su última morada. Meses más tarde se encuentra en su nueva casa del acantilado, reconfortada por el inmenso mar, por las aguas que contornean el cabo de San Lorenzo: « ¡Gijón!, ¡Gijón!, el mar en oleadas vierte en ti su infinita poesía…»

Muchas horas, muchos días de cabalgar caminos, de ascender lomas y montañas, de andar senderos, de atravesar collados, de vadear riachuelos; muchas horas, muchos días, de ver y sentir. « ¡Ay! ¡Asturias!, ¡Asturias! Si tus hijos quisieran, si metieran allá, muy dentro del alma, en el más oscuro rincón, el catecismo clerical y llenaran su inteligencia de ciencia positiva, y su corazón de amor a la vida…». Recorriendo esta tierra desde los quince años, cuando sus ojos pasaban un mes recibiendo los beneficios de la brisa cantábrica, hasta pocos antes de su muerte. Contando entonces sesenta y cuatro o sesenta y cinco, recién vuelta del exilio portugués al que la llevó aquel contundente artículo en el cual arremetió contra los agresores de una joven universitaria, realizó la que probablemente fue su última expedición por estas tierras que tanto amó: un viaje a pie desde Gijón al suroccidente asturiano. Por la costa hasta Ribadeo; subida a la sierra de la Bobia y de allí a los Oscos (« ¡Qué Oscos! ¡Qué riqueza de tierra! [...] Si los Oscos se cultivasen intensamente, si se replantasen sus bosques, antes de veinte años toda aquella región sería un río de oro...»). Desde esas ricas tierras a Grandas de Salime, para posteriormente adentrarse en Tineo tras atravesar el puerto de El Palo; luego, por el de La Espina, a Salas, Grado y... vuelta a El Cervigón.

«¿Quién podrá descifrar tanta belleza

que Asturias toda guarda en sus rincones?

¡Cuando el hombre se libre de locuras

y odie al odio, y encauce las pasiones,

podrá vivir la vida de venturas

que ofrece una región con tales dones!»