Tren a ninguna parte

OPINIÓN

Estación de tren de Oviedo
Estación de tren de Oviedo

06 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Había anochecido y apreté el paso para coger el último tren. Por suerte aún faltaban dos minutos y cuando entré en la estación casi corrí hacia la máquina de billetes. Estuve a punto de chocar con una señora que trataba de decirme algo y le pedí disculpas levantando una mano, indicando mi intención de ayudarla luego. Mientras escogía mi billete y preparaba el dinero suelto para pagarlo, vigilaba de reojo cuándo llegaba a mi lado la señora para preguntarle a dónde tenía que sacárselo a ella. Al menos esa pensé que era su intención. Cuando Cercanías instaló las modernas máquinas expendedoras puso a su lado azafatas con uniforme que te enseñaban a usarlas. Aquellas azafatas trabajaron mucho tiempo pero hace mucho más que las despidieron y ahora en su lugar las personas confusas que aguardan en torno a las taquillas automáticas suelen reflejar en el rostro frustración y urgencia. Esa era la expresión de la señora cuando finalmente llegó a mi altura. Yo volteé la cabeza con un suspiro de alivio y una sonrisa mientras retiraba el cartón recargado. «¿Quiere usted resguardo? Nomenó qué voy a querer». Miré a la señora deseando caerle bien aunque no me hubiera parado antes y le pregunté:

-¿A dónde va?

-No, que no hay tren. 

Fue su respuesta.

Cambié la sonrisa por una expresión paciente (aunque por dentro calculé en segundos la longitud de la respuesta).

-Sí ho, pasa agora un pa a Mieres, ye el que cojo yo. ¿Usté a dónde va?

-No, no hay vida. Lo acaban de decir por megafonía. Aquí tamos toes esperando.

Aún con el billete en la mano y el brazo flexionado  como si buscara un revisor al que entregárselo observé por primera vez a mi alrededor. En la sala de espera otras siete u ocho personas formaban pequeños grupos o desambulaban sin más con aire pensativo. Alguna lo hacía mientras mantenía una conversación airada por teléfono. Caí en la cuenta de que  la señora era  la que intentaba ayudarme a mí. Me fijé otra vez  en  el billete que sostenía y que hace un momento era tan importante, ahora no valía nada. E instintivamente levanté la vista hacia la paisana que asentía delante mío muy despacín con la cabeza dándome tiempo pa que lo asimilara. Tovía mostraba una mueca de fastidio pero también algo de preocupación por mí, que seguía con la respiración entrecortada y desviando la mirada a todas partes con incredulidad. Desde ese momento me cayó bien.

El último tren. El último tren significa que no hay más y no es lo mismo que perder un tren por la mañana o por la tarde. Si pierdes el último tren no es cuestión de esperar, te queda toda una noche por delante y además la estación cierra. Mientras recorría con los ojos  la sala de espera y la parte del andén que podía ver, un color fosforito brilló como un faro e identifiqué a un vigilante de seguridad que caminaba junto a  un empleado. Eran los dos únicos trabajadores de Renfe presentes en la parte de la estación accesible al público. Pero se marchaban. Le dije a la señora que les iba a preguntar y me dirigí a ellos sin un objetivo concreto más que transmitir mi ya para entonces conato de cabreo. Mi marido también fue vigilante y sé de sobra lo que jode pagar las culpas que no son tuyas así que a última hora suavicé. Como si ellos fueran unos usuarios más, entablé conversación preguntándoles si sabían lo que había pasado. «Nos acaban de avisar», me dijo el que vestía de calle. «No sabíamos nada. Es por la huelga de maquinistas». Mientras que hablaba continuaba avanzando y me di cuenta de que eso significaba que no se iba a quedar para solucionar un problema que él no había ocasionado. La rabia dio paso nuevamente a la incredulidad. «No se puede abandonar a la gente así. Hay gente mayor. Mire esa señora se acaba de quedar tirada».

«Pon una reclamación», me aconsejó. He de decir sinceramente que si yo hubiera puesto antes alguna reclamación en Renfe es muy probable que le aconsejara a mi vez qué hacer con el consejo. Pero le di las gracias y al día siguiente puse la reclamación telefónica ante una máquina que grabó mi queja y hasta hoy.

Lo peor de todo es que este funcionamiento general tan mediocre refleja la prepotencia y la falta de escrúpulos que constituyen el verdadero problema de un ente público.

La señora que conocí contaba con alguien que la podía ir a buscar, alguien que no solo estaba dispuesto a hacerlo sino que tenía los medios y la disponibilidad en ese momento  para presentarse en Oviedo a recogerla en media hora. Lo que ella no tenía era forma de avisarle, así que utilizamos mi teléfono y llamamos varias veces hasta que del otro lado una voz masculina contestó a un número desconocido. Por los pelos no se queda en la calle con lo puesto en una ciudad extraña. Igual que podía haberme pasado a mí,  que aquel día no llevaba ni una tarjeta de crédito.

Seguro que estáis pensando que hay alternativas de transporte  mucho mejores que  el ineficiente ferrocarril. Y razón no os falta. ¿Pero os acordáis del peak oil, la crisis energética y  la transición ecológica? Las petroleras llevan años desinvirtiendo. No es que el oro negro se agote es que los pozos accesibles se están vaciando y la extracción pronto dejará de ser rentable. Lo mismo pasa con otros combustibles fósiles como el gas natural y el carbón. La buena noticia es que con la caída irreversible en la producción de gasolina, fuel y  diésel dejaremos de quemar hidrocarburos y envenenar el aire. Pero la economía tendrá que electrificarse usando las renovables, y eso tiene su dificultad. Ahora mismo solo el 20% de la energía que consumimos es eléctrica. El transporte de personas y  mercancías depende en un porcentaje abrumador del petróleo y el mundo globalizado que conocemos depende de la movilidad. Sustituir el parque actual de automóviles por coches eléctricos o de hidrógeno parece una quimera, sobretodo por la dificultad para obtener las tierras raras y otros materiales que también se acercan a su pico de extracción. Honda por ejemplo, después del anuncio entusiasta de que no fabricaría más  coches de combustión, ya ha reconocido que debe reconvertirse y que en su opinión «el futuro de la movilidad no pasa por el coche privado».  

En unos años la alternativa más viable y sostenible para desplazarnos será el transporte público eléctrico. Pero la escasez plantea  retos colaterales aún mayores:  la lucha contra la corrupción de las empresas ( públicas y privadas). El control eficaz de los poderes públicos sobre las infraestructuras básicas. La apuesta por la transparencia en la gestión. La ética en la defensa de los derechos de los trabajadores y trabajadoras  y las personas usuarias. La democratización de los espacios para que respondan a intereses de la mayoría. Hay que empezar a trabajar desde ya en garantizar la resiliencia y dotar de valores humanos nuestra red ferroviaria.

Cuando la energía empiece a escasear definitivamente la forma de vida que seguimos hoy  tendrá que cambiar para adaptarse si queremos preservar el bienestar social. Muchas de las cosas propias del consumismo de los países ricos no vamos a poder mantenerlas y los responsables políticos deberían estar reforzando los pilares que den cohesión a un nuevo sistema que ponga el bien común y a las personas en el centro. O nos quedaremos tiradas. Y ahora soy yo la paisana que asiente con la cabeza para confirmar la mala noticia. Preocupada y triste.