Madrina de guerra en una España neutral

OPINIÓN

Rosario de Acuña
Rosario de Acuña Real Academia de la Historia

12 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Si bien es cierto que España se mantuvo neutral durante la Primera Guerra Mundial, también lo es que una parte de su población tomó partido por alguna de las dos alianzas contendientes, alentada por la disputa que se dirimía en las páginas de los periódicos, los ya conocidos y los que se crearon por entonces con esa finalidad (Los Aliados, Germania...). A pesar de la neutralidad oficial, no era inhabitual que aliadófilos y germanófilos se enzarzaran en discusiones en los cafés, en los tranvías o en las reuniones familiares, alimentados por los argumentos que los intelectuales de una y otra tendencia habían vertido en sus manifiestos: el de los primeros, redactado por Ramón Pérez de Ayala y titulado Manifiesto de adhesión a las Naciones Aliadas, fue publicado en los primeros días del mes de julio de 1915 en francés y en la prensa francesa (semanas más tarde se reprodujo, ya en español, en las páginas del semanario España); el de los segundos, obra de Jacinto Benavente, apareció a finales de ese mismo año en el periódico maurista La Tribuna con el título Amistad hispano-germana.

Los posicionamientos de unos y de otros estaban directamente relacionados con los planteamientos políticos que defendían. Para buena parte de los germanófilos la prosperidad alemana se había fundamentado en la tradición, la jerarquía, el orden, la fortaleza, la disciplina o la organización, valores que en su opinión debían de convertirse en un modelo para España. Para muchos aliadófilos Francia (en mayor medida que Inglaterra) representaba el triunfo de la libertad, la secularización y la justicia. También para Rosario de Acuña («...Francia, la patria gloriosa de Víctor Hugo, de Zola, de Severine, de Flammarión... de tantas lumbreras de la ciencia y el arte, será también la que, en futuros días, imponga con sus ejemplos de Justicia y de Amor el imperecedero reinado del Amor y de la Justicia»).

El último domingo del mes de mayo de 1917 se celebró en la plaza de toros de Madrid un mitin de apoyo a los aliados, y allí estaba doña Rosario. Cuando Roberto Castrovido ocupa la tribuna para leer su manifiesto así se lo hace saber a los presentes, que responden con una gran ovación en el momento en el que el orador le envía el saludo «de esta representación espiritualista, aliadófila en el exterior y revolucionaria en el interior de España». La edad tampoco fue en esta ocasión inconveniente suficiente para que dos días antes tomara el tren correo que la trasladó desde Gijón hasta Madrid, la ciudad en la que había nacido 76 años antes. Allí estaba y, tal y como contó más tarde, el viaje mereció la pena: «Por un momento, mientras las ráfagas del huracán rodaron entre la muchedumbre, España perteneció a Europa; sobre ella soplaba la renovación, la liberación, la expiación, la dignificación, el engrandecimiento…».

Europa representaba el más eficaz revulsivo para aquella España lastrada por la incultura y la superstición. Y Francia, donde ella había pasado algunas temporadas, constituía un buen modelo a seguir. En aquella contienda que sacudía los cimientos de Europa, su opción estaba clara. Lo había dejado patente y por escrito un año antes de aquel mitin, en una carta pública que dirige a la misión francesa que visita la tierra asturiana en el mes de mayo de 1916: «Llevad de esta Asturias florida, vergel suavísimo de templanzas y hermosuras un recuerdo grato, y que os acompañe hasta vuestros lares el saludo de las mujeres liberales de esta región; diciendo hasta veros partir… ¡Viva Francia!».

Compatriotas hubo que pasaron de las palabras a los hechos y se enrolaron como voluntarios en la Legión Extranjera Francesa. En su apoyo surgieron diversas iniciativas. Tal es el caso de la que proyecta un grupo de escritores y artistas a finales del año dieciséis: organizar una exposición de dibujos y destinar sus beneficios íntegros al envío de un regalo navideño a los legionarios españoles. La revista España no solo hizo suya la iniciativa sino que decidió complementarla abriendo una suscripción popular.

Rosario de Acuña no colaboró con dinero, sino que envió una carta (en la cual ofrecía amistad y madrinazgo a su desconocido destinatario, «catalán o aragonés, andaluz o gallego, castellano o extremeño; joven, casi niño, o mozo casi anciano») y un paquete con «unas golosinas», para endulzar el recuerdo de las nochebuenas pasadas: una botella de jerez, una libra de chocolate, una cajita de turrón, unos cuantos cigarros, unos calcetines de lana y un libro de su admirado Galdós.

Los responsables del semanario España hicieron llegar el paquete a Agustín Heredia, uno de los suyos, un colaborador del periódico que apenas declarada la guerra se enroló como voluntario en la Legión Francesa, participando en «ataques de importancia» en Artois, la Somme o Champaña, herido dos veces y condecorado con la Cruz de guerra por su heroísmo. A primeros de marzo de 1917, tras varios meses de silencio, el legionario español da señales de vida, envía una carta a la redacción confirmando que ha recibido el paquete.

Un mes más tarde aparece publicado un nuevo escrito suyo, lleva por título Los buenos artistas y está dedicado a Rosario de Acuña, su madrina. Por ella sabemos que el soldado aceptó ser su ahijado: «de las trincheras vino a mí una conmovedora respuesta de un joven español, don Agustín Heredia, voluntario de la guerra, el cual aceptaba gustoso mi madrinazgo. Con él estoy en correspondencia; es un joven de ilustre familia malagueña, cultísimo, simpático (tengo su retrato)...».

La guerra sigue, las batallas se suceden. Las tierras de la Lorena, de Flandes Occidental, de Cambrai, de la Picardía se pueblan de decenas de miles de muertos. La retirada de la recién constituida República Soviética de Rusia de la guerra permite a los alemanes desplazar decenas de divisiones del este hacia el oeste, donde eran más necesarias, pues desde la entrada en el conflicto de Estados Unidos en abril del diecisiete, el frente occidental se había convertido en el escenario decisivo. Agustín Heredia continúa su lucha en aquella interminable guerra de trincheras, empuñando su fusil. Su madrina prosigue la suya en la retaguardia, utilizando la pluma, la palabra.

A pesar de que ya llevaba más de tres décadas luchando contra el clericalismo reinante, contra el oscurantismo y la superstición, en pro de la libertad de conciencia, de la emancipación de la mujer («Quería a la mujer libre y señora / no sierva por la fuerza esclavizada»), en defensa de los más necesitados; a pesar de las calamidades que ha padecido en estos años, de los insultos, las persecuciones, las denuncias, del forzoso exilio; a pesar de todo ello, tal parece que en sus ojos vuelve a anidar la esperanza: además de dolor y muerte, aquella guerra puede ser la antesala de un porvenir más alto, puro y limpio («Esta guerra es la postrera convulsión de la animalidad [...] es la convulsión postrera de una Humanidad que deja su cáscara de gusano para que le nazcan alas de mariposa»).

De ahí que por entonces redoblara su presencia en las tribunas de papel, arengando a los obreros, apoyando a las mujeres, entonando cantos a la libertad. Aquella redoblada actividad no pasó desapercibida para las autoridades gubernativas quienes, en el verano del diecisiete, en plena huelga general, ordenaron el registro de su casa en busca de proclamas revolucionarias. 

Mientras tanto las crónicas van situando en mapas de la vieja Europa los escenarios de la tragedia (Passchendaele, Caporetto, Cambrai...); mientras tanto los voluntarios españoles siguen combatiendo por la Libertad y la Justicia. Agustín Heredia lo llevaba haciendo desde hacía muchos meses, casi desde los inicios de aquella guerra, y lo siguió haciendo hasta el verano de 1918. El 22 de agosto el semanario España dio cuenta de la luctuosa noticia: su compañero, soldado voluntario español enrolado en la Legión Extranjera, había muerto en el sector de Amiens a los 35 años de edad. 

A centenares de kilómetros de allí, en una casa edificada en el litoral gijonés, Rosario de Acuña llevaba tiempo penando por aquellos jóvenes españoles que luchaban por un futuro mejor para su patria. La soledad de la noche sabía de su pesar: «se suspende mi sueño muchas noches en una congoja de angustia, pensando en vosotros, y va mi imaginación ahí, a ese cataclismo que os envuelve». El cataclismo se llevó por delante centenares de miles de vidas, también la de muchos de los españoles que se habían alistado como voluntarios en la Legión Francesa; también la de Agustín Heredia, su ahijado de guerra.

La noticia llegó a la casa de El Cervigón y el temor se hizo carne. Doña Rosario utilizó su pluma para aliviar el duelo y le dedicó un soneto titulado «A los legionarios españoles en la guerra europea». Iba precedido de la siguiente dedicatoria: «Agustín Heredia, soldado de esta legión, mi ahijado de guerra, muerto en campaña: ¡duerme en gloriosa paz tu descanso, y que no retorne tu espíritu, si ha de volver, hasta que la Patria sea digna de ti, que supiste morir en su honor!»