Imperialismo del siglo XIX con armas nucleares

OPINIÓN

El presidente ruso Vladimir Putin
El presidente ruso Vladimir Putin

27 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

«El tiempo de las invasiones ha pasado, como sabéis mejor que yo. Estáis ocultando una ambición extravagante tras un fantasma ridículo. Preferís el vano brillo de su esplendor que el disfrute de una felicidad real, que perdéis al arrebatársela a las demás naciones. [...] Sois un pueblo ciego si no comprendéis que la potencia de una nación que se eleva sobre las ruinas de las que la rodean es como un coloso de arcilla, que deslumbra un instante, pero enseguida se desmorona y se vuelve polvo». Parece que Denis Diderot se estuviese dirigiendo a Vladimir Putin, pero escribió estas frases hace más de dos siglos. Diderot había sido consejero de la zarina Catalina la Grande, paradigma de déspota ilustrada, que no haría mucho caso de sus consejos, aunque lo admirase y se convirtiese en su mecenas. Fue precisamente durante el reinado de Catalina cuando el imperio ruso incorporó Crimea. Hoy, Vladimir Putin, carente de grandeza, no se deja aconsejar por ningún filósofo y se inspira más en los reaccionarios zares de la centuria siguiente, que convirtieron a Rusia en baluarte del absolutismo y el integrismo religioso en Europa.

La invasión de Ucrania por el ejército ruso no responde a un intento de reconstruir la Unión Soviética, como ha dicho Biden, tampoco a una amenaza real para la seguridad de Rusia, lo que está detrás es el renacimiento del viejo nacionalismo ruso paneslavo, que cimentó el imperialismo zarista del siglo XIX.

«Desde tiempos inmemoriales, a los habitantes del territorio sureste de Rusia se les ha conocido como rusos y cristianos ortodoxos [...] Es importante subrayar que para nosotros Ucrania no es un país vecino. Es una parte inalienable de nuestra historia y de nuestro espacio espiritual». Así se refería Vladimir Putin a Ucrania en el discurso que pronunció el 21 de febrero para justificar el reconocimiento de las «repúblicas populares» rusas de la región del Donbás. Añadía Alberto Sicilia, en su crónica para Público, que «las menciones al cristianismo y a la 'unidad ortodoxa' estuvieron presentes de forma continua en el discurso del líder ruso». Como ha sido muy comentado, atribuyó a Lenin la artificial creación de Ucrania tras la revolución de 1917 y también lo que considera el germen de la destrucción de Rusia, el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los pueblos: «Gobernar con tus ideas como guía es correcto, pero eso es solo el caso cuando esa idea conduce a los resultados correctos, no como sucedió con Vladímir Ilich. Al final, esa idea condujo a la ruina de la Unión Soviética. Había muchas de estas ideas, como proporcionar autonomía a las regiones, etc. Colocaron una bomba atómica debajo del edificio que se llama Rusia, que luego explotaría».

Cuando, el jueves, conocí las primeras informaciones sobre la invasión, pensé de inmediato en el 1 de septiembre de 1939, en el ataque de Hitler a Polonia, pero la verdadera referencia histórica está en las brutales intervenciones militares rusas de 1831 y 1863 en ese país. Putin ya ha logrado convertir a Bielorrusia en un Estado satélite, su objetivo es conseguir algo similar con Ucrania o quizá, si considera que los acontecimientos evolucionan de forma favorable, integrarla totalmente en Rusia o dividirla. Como en el siglo XIX, lo que importa es la gloria de la santa Rusia y la fuerza es el método para alcanzarla. El expansionismo ruso fue entonces frenado por el Reino Unido, Francia, Turquía y Piamonte en Crimea, ahora el límite parece ponerlo la pertenencia a la OTAN.

Putin sabe que europeos y norteamericanos no defenderán militarmente a Ucrania por la misma razón que le impide a él atacar a un miembro de la OTAN: las armas nucleares. Sus bravatas sobre Suecia y Finlandia, aunque sean países neutrales, no pueden pasar de ahí, incluso el líder nacionalista más iluminado tiene que ser consciente de que una guerra atómica no tendría vencedores y ambas naciones pertenecen a la UE.

La agresión imperialista de Rusia contra Ucrania solo puede encontrar el rechazo de defensores de los derechos humanos, internacionalistas y demócratas. No solo los estados de la UE y la OTAN y las democracias de todo el mundo deben reaccionar, también la opinión pública tiene que manifestar su rechazo a la brutalidad de la guerra y a la agresión a un Estado independiente, como lo hizo contra la invasión de Irak por parte de EEUU y los gobiernos que lo arroparon.

Es triste que un sector minoritario y sectario de la izquierda, en vez de unirse a las protestas de los ciudadanos ucranianos, haya organizado unas extravagantes manifestaciones contra la OTAN, que, en esta ocasión, se ha limitado a defender la independencia de sus miembros y respaldar simbólicamente al pueblo de Ucrania. La coincidencia de la izquierda de raíz estalinista con la extrema derecha en ponerse de perfil ante la agresión rusa, en buscar fariseas equidistancias, solo prueba el delirante alejamiento de la realidad de la primera, incapaz de librarse de la carga que supone la miseria intelectual y moral del estalinismo y aquejada de una rusofilia que no debería confundir al pueblo ruso con el tirano que gobierna el país, y la coherencia de la segunda, nacionalista, machista, homófoba, reaccionaria y, en el fondo, imperialista, como lo fue siempre, y por eso admiradora del autócrata de Moscú.

No había ningún pretexto para la invasión rusa de Ucrania. Es difícil que alguno justifique la brutalidad de una guerra, pero nadie amenazaba a Rusia, no había genocidio que evitar, el gobierno ucraniano no es nazi, ni nada que se le parezca, tampoco es más nacionalista que el ruso, y no había ninguna previsión de que Ucrania entrase en la OTAN. Si al señor Putin le parecen escasos los más de 17 millones de kilómetros cuadrados que ahora posee su imperio, el problema no lo tiene solo él, su delirio amenaza al mundo entero.

No es este el lugar para profundizar en el debate sobre la historia como justificadora de la existencia de naciones y estados independientes, ya escribí más de una vez que, bien manipulada, sirve para sostener casi cualquier cosa, lo que importa es la voluntad de la ciudadanía y, si los ucranianos quieren mayoritariamente ser independientes, ni Putin ni nadie tiene derecho a impedírselo.

La guerra que ha desatado es un crimen que debe horrorizar a cualquier persona decente y su política una amenaza para la libertad, la igualdad y la democracia. Dignos de elogio son, en cambio, los rusos valientes que se enfrentan a una dura represión, pero muestran en las calles su indignación ante la barbarie, o en manifiestos como el firmado por centenares de científicos y periodistas científicos, en el que afirman: «No hay justificación para esta guerra [...] Es obvio que Ucrania no representa una amenaza para la seguridad de nuestro país [...] Nuestros padres, abuelos y bisabuelos lucharon juntos contra el nazismo. Desatar una guerra por el bien de las ambiciones geopolíticas del liderazgo ruso es una traición cínica a su memoria». También lo merecen los ucranianos que resisten o sufren con dignidad.

Manifestemos nuestra solidaridad con todos ellos, probablemente no podamos frenar al déspota imperialista, como no lo conseguimos con el trío de las Azores, pero nuestra dignidad como personas libres y solidarias lo exige. Se echa de menos que, como en Italia, partidos, sindicatos, asociaciones defensoras de los derechos humanos, feministas, instituciones..., promuevan una amplia movilización social en favor de la libertad de Ucrania y la retirada del ejército ruso.