Nada será lo mismo

OPINIÓN

Residentes locales cruzan un puente destruido mientras huyen de Irpin, cerca de Kyiv, Ucrania
Residentes locales cruzan un puente destruido mientras huyen de Irpin, cerca de Kyiv, Ucrania JEDRZEJ NOWICKIAGENCJA WYBORCZA | REUTERS

08 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Nadie sabe cómo va a acabar la guerra iniciada el 24 de febrero de 2022 con la agresión rusa frente a Ucrania. El escenario que se consideraba plausible (y que, lamentablemente, se daba por descontado) de escaramuzas en el Donbass y alguna operación de castigo, quedó desbaratado con un ataque a gran escala, de una crudeza y brutalidad que nadie esperaba, excepto sus autores. Recordemos que, días antes del inicio de la invasión, el Presidente Zelensky llamaba a la población a la calma y los corresponsales internacionales nos hablaban de la rutina diaria y la normalidad en las calles de las ciudades cuyo nombre, ahora, nos evoca destrucción y horror. Hoy, esas mismas personas que, el fin de semana anterior al inicio de las hostilidades, paseaban, iban a cine o a un restaurante, han dejado por cientos de miles su vida atrás en un exilio forzado, se refugian en un sótano, combaten casa por casa enrolados en las fuerzas armadas o las milicias o, peor aún, han encontrado la muerte, como ha sucedido con la población objeto de ataques indiscriminados o dirigidos a objetivos civiles, verdadero crimen de guerra denunciado por Human Rights Watch y Amnistía Internacional.

Como ha sucedido en otros episodios de la historia, subestimar la vesania y la falta de escrúpulos de los autócratas tiene consecuencias trágicas. La justificación de la invasión, recogida en extenso en el discurso de Vladimir Putin del 21 de febrero de 2022 (lean la pieza en la web del Kremlin, disponible en inglés) es una síntesis del victimismo, una destilación del derecho sagrado de Rusia a controlar con mano de hierro su esfera de influencia, la propia negación del derecho a la existencia de una Ucrania libre e independiente y una falaz reformulación de la guerra preventiva. Los episodios de agresión, modificación de fronteras y alteración por la fuerza del mapa político europeo de la primera mitad del siglo XX tienen la misma marca, las mismas resonancias de consecuencias trágicas, incluyendo la invocación de la pertenencia del invadido a un espacio espiritual que se reclama como propio del agresor. Las etiquetas del pasado no sirven para describir exactamente las realidades del presente, pero son numerosas las similitudes con los argumentos del nazismo para anexionarse Austria, ocupar los Sudetes, desmembrar países e instaurar protectorados, reclamar el corredor de Danzig o iniciar una guerra expuesta entonces ante el resto del mundo, en un ejercicio del peor cinismo, como defensiva, necesaria e inevitable. El nacionalismo exacerbado, la amenaza constante a quien ose responder, el discurso del agravio permanente y el pretendido derecho a disciplinar a sus vecinos son, en buena medida, comunes. Las diferencias vienen por el tiempo y el contexto, pero, de triunfar y consolidarse una acción tan funesta como la agresión rusa, saltará por los aires, quizá definitivamente, el esquema de paz y seguridad en el continente, reflejado en el Acta de Helsinki de 1973, es decir, el respeto de las fronteras nacionales y de la integridad territorial. Si se dejase actuar impunemente a Vladimir Putin o nos resignásemos a reconocer la superioridad de la fuerza bruta y el statu quo resultante (que es lo que admiten quienes sostienen una indefendible inacción), el aval a esta forma de actuar y el fracaso moral de las democracias occidentales darían alas a los nacional-populistas del continente (esos que ahora dicen falsamente nada tener que ver y nada admirar de Putin), irremediablemente entregados a despertar las muchas querellas históricas apaciguadas por las décadas de construcción europea, que también nos jugamos en este envite.   

Todas las voces de quienes, en los cinco continentes, asistimos con horror a la agresión rusa frente a Ucrania, no son suficientes para detener la masacre y la destrucción en curso del país invadido. Naturalmente, eso no tiene que llevarnos a cejar en el empeño. Es momento de demostrar nuestra solidaridad activa con el agredido y respaldar fervientemente a quienes, en Rusia, con gran valentía, y a riesgo de su libertad (cuando no de su vida, vistos los precedentes), evocando el tantas veces postergado deseo de democratización de su país, protestan contra los sueños imperiales de su dirigente. El objetivo es conseguir que la comunidad internacional, China e India incluidas, presionen para poner fin a la agresión, y que las sanciones internacionales sean lo suficientemente intensas y efectivas (¿lo son en su formato actual?) como para despertar la reflexión e inquietud de quienes, en la estructura de poder de la potencia invasora, deben promover los cambios necesarios.

Que todo acabase mañana mismo sería un milagro de la diplomacia que, aunque alentemos, desgraciadamente es difícil esperar. Aunque así fuese, el cambio de reglas de juego no augura nada nuevo, resquebraja irreparablemente las relaciones internacionales y añade una inseguridad adicional a las padecidas en este tiempo, reviviendo el fantasma nuclear y agitando ante nuestra propia cara el flagelo de la guerra, el mismo del que quisimos preservar a las generaciones venideras, según reza el Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas. El único final justo de esta historia sería, por lo tanto, la retirada inmediata de las tropas rusas, la reparación del daño causado, el respeto a la integridad territorial de Ucrania y que las fuerzas desatadas por la agresión no llevasen en el país a un violento ajuste de cuentas sino a una convivencia de sus distintas realidades bajo el apoyo internacional para la reconstrucción. Y que una deseada caída de Putin diera paso a su entrega y enjuiciamiento en un tribunal internacional, por los crímenes de guerra y el crimen de agresión que llevan su firma indeleble, su pase a la historia universal de la infamia. En todo caso, visto el terror en las calles de Kiev, Járkov o Mariupol, cualquiera firmaría que, simplemente, se detuviese ya esta tragedia, este espanto.