Amigas, compañeras, hermanas mías

OPINIÓN

Rosario de Acuña
Rosario de Acuña Real Academia de la Historia

14 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

«Amiga y compañera (pues toda mujer que piensa y trabaja lo es mía)»: tal fue el reconfortante y esclarecedor saludo que utilizó Rosario de Acuña en una carta abierta dirigida a una joven gijonesa que, en contra de lo que era habitual por entonces y a pesar de las presiones recibidas, decidió contraer matrimonio civil hace ahora más de 100 años, en 1916. Compañeras eran para ella las mujeres, todas las mujeres, y así, desde el plural, desde el «nosotras», entendía «la emancipación de la mujer», lo cual representa una sensible diferencia con otros planteamientos, quizás más individualistas, que al respecto mantenían algunas de sus contemporáneas.

Si en esta ocasión utilizó la amistad y el compañerismo como lazos de unión, hubo otras en las que no dudó en llamar «hermanas» a las mujeres a las que se dirigía. Lo hizo en su madurez, en plena campaña de Las Dominicales, cuando desde las páginas del semanario las exhortaba a luchar contra el clericalismo («Venid con vuestro pensamiento, ¡hermanas mías!, a contribuir a la gran obra de la redención de la mujer…»); y lo hace también desde la tribuna, en algunas de sus conferencias en las que se dirige de manera especial a las mujeres presentes o «exclusivamente» a sus hermanas. Lo volvió a hacer en su vejez, cuando desde los acantilados de El Cervigón clamaba justicia contra los responsables de las muertes de los miles de soldados españoles sepultados en la guerra de África (« ¡Mujeres, hermanas mías! Es preciso agruparse, y, en cabalgata de lamentos, de imprecaciones y de sacrificios, ir por medio de las ciudades, de las aldeas y de los campos…»). 

Como he apuntado en otro lugar, analizando las diferentes trayectorias vitales de Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán, quizás sea esa perspectiva colectiva, esa visión grupal, con la que aborda la «emancipación de la mujer» uno de los elementos más significativos del pensamiento feminista de doña Rosario (al cual habría que añadir, sin duda alguna, su pertinaz batallar contra el omnipresente clericalismo, principal soporte ideológico sobre el que se sustenta la secular postergación de las mujeres). Ya en sus primeros años de publicista, con esa mirada plural activa, exhortaba a sus lectoras de El Correo de la Moda a liderar el ineludible proceso de regeneración patria recuperando el contacto con la naturaleza. Solo las mujeres pueden regenerar la sociedad, decía entonces, y para ello deben huir del mundo de las apariencias al que las han abocado y dedicarse al estudio y al trabajo. Lo repitió años después, ya como activa luchadora en defensa de la libertad de conciencia, cuando animaba a sus hermanas, las mujeres del siglo XIX, a agruparse para impedir que se extendieran las sombrías nieblas que surgen del Vaticano, para protestar del pasado, «del mundo viejo; del mundo podrido, que llamó a la mujer, 'vaso de inmundicias', 'escorpión de cien cabezas'; 'el mayor de todos los demonios', y otros mil epítetos pronunciados por las bocas de los llamados 'santos padres del catolicismo'».

La conciencia feminista que ha ido adquiriendo con el paso de los años no hace otra cosa que consolidar su convencimiento de que las estrategias individuales resultan ineficaces, de que no se trata de luchar contra las cortapisas que a ella le salen al paso por el hecho de ser mujer, sino que debe emplear todas sus fuerzas en la lucha contra la discriminación que sufren las mujeres, todas las mujeres. Sus palabras son muy claras al respecto: «por y para la mujer, he aquí mi emblema: he aquí en lo único que me permito tener egoísmo, porque, ¿quién duda que hay egoísmo en mí, que soy mujer, al querer la justificación y el engrandecimiento de la mujer?».

De ahí que no debiera de sorprendernos que reaccionara como reaccionó al enterarse de aquel indignante suceso, cuyo eco daba cuenta de la violencia ejercida contra una mujer, una joven estudiante: el Heraldo de Madrid describía con detalle la agresión sufrida por una universitaria en la madrileña Universidad Central, cuando unos estudiantes que con ella compartían estudios, la rodearon a la salida de clase, «vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra». Doña Rosario tomó entonces la pluma para condenar con toda la dureza de la que fue capaz aquella tropelía. Utiliza expresiones fuertes, rotundas, como las que siguen: «Nuestra juventud masculina no tiene nada de macho; como la mayoría son engendros de un par de sayas, la de la mujer y la del cura o el fraile, y de unos solos calzones, los del marido o querido, resultan con dos partes de hembra o, por lo menos, hermafroditas…». Aquellas ácidas palabras, «de lenguaje viril», como ella misma las calificaría tiempo después, desataron las iras de los universitarios españoles, que no cesaron sus protestas callejeras hasta que consiguieron que la Fiscalía interpusiese una querella contra la escritora, hasta que los jueces dictaron una orden de búsqueda y captura contra ella, que bien hubiera dado con sus cansados huesos en la cárcel de no haber huido a la vecina tierra portuguesa. Allí estuvo dos largos años.

A su regreso a la casa gijonesa del acantilado, tras reponerse un tanto de las heridas de aquella desigual batalla, decide seguir viviendo, decide seguir luchando, a pesar de sentir sobre sus hombros el peso de los años, a pesar del cansancio acumulado por tanta lucha baldía, a pesar de la postración económica en que se encuentra tras los gastos a los que hubo de hacer frente durante su obligada estancia en tierras portuguesas. El exilio no cambió sus ideas al respecto, siguió pensando en plural. Con esa misma perspectiva colectiva se dirigió en 1916, en plena Gran Guerra, a las «mujeres proletarias» animándolas a aprovechar el inmenso espacio que, también para las españolas, se estaba abriendo «en medio del fragor de esta horrenda lucha que estremece a Europa».

«Todas las almas femeninas han sentido el choque de la nueva edad que se avecina; […] el destino os impulsa, con mano férrea, hacia los más peligrosos sitios de la vanguardia; os saca de la pasividad resignada de nuestros modernos gineceos y os lleva, con ímpetu de ariete, a las actividades febriles del vivir consciente». También se lo hace saber a los hombres. A los integrantes del Centro de Sociedades Obreras de Trubia les manda un recado para sus mujeres: «decidles que estoy con todas ellas, que a todas las deseo emancipadas de los fanatismos de las religiones positivas, único modo de que sean dignas de figurar en las filas del proletariado». 

No escatima esfuerzos en apoyo de las mujeres, sus hermanas y compañeras. Tampoco lo hace, cuando en el mes de junio de 1919 se desplaza hasta Turón para asistir a los actos de inauguración de la Agrupación Femenina Socialista, gesto que las numerosas asistentes, allí congregadas para escuchar a Virginia González, dirigente nacional del PSOE, agradecen irrumpiendo con vivas a la escritora y al socialismo. Doña Rosario sabía bien quién era la protagonista de aquel acto, conoce que forma parte de la ejecutiva socialista, que está al frente de la Secretaría Femenina de la Comisión Ejecutiva socialista, que es una destacada dirigente sindical, que ha formado parte de la Ejecutiva Confederal de la UGT, que durante la huelga general de 1917 fue la única mujer presente en el Comité de Huelga.

Su deseo de abrazar a Virginia González, su deseo de participar en aquel acto organizado por las mujeres de Turón, debió de tener una gran significación para ella, tanta como para superar el esfuerzo que suponía trasladarse hasta allí. Según contó el cronista, de Gijón se desplazó en ferrocarril hasta la estación de Santullano y una vez allí «se impuso el sacrificio de venir andando». De las dificultades del recorrido (unos seis kilómetros de distancia) nos da cuenta ella misma: «pisé las escorias incendiadas; me libré, con inverosímiles quiebros para mis huesos de setenta años, de las vagonetas que se precipitaban por los rieles…».

Con mirada colectiva batalló por conseguir «la redención de la mujer», considerando a las mujeres, a todas las mujeres, sus amigas, sus compañeras, sus hermanas, y así lo entendieron muchas de ellas. El día de su entierro fueron numerosas las gijonesas que, abandonando su reducto doméstico y haciendo frente a la lluvia que incesantemente caía aquel sábado de mayo, se echaron a la calle para testimoniar su gratitud a aquella compañera, a aquella hermana suya, que había peleado los últimos 40 años de su vida por la dignidad de todas ellas.

Se iba de su lado, sí, pero les dejaba el testimonio de su vida, largo camino de trabajo, estudio y lucha, de perseverante batallar frente a quienes habían sumido a la mujer en la oscuridad de la ignorancia y la superstición. Ahí quedan sus discursos, sus artículos, sus reflexiones o sus apoyos; también permanecen las protagonistas de sus dramas: mujeres fuertes, vigorosas, esperanzadas... Es posible que entonces algunas de las presentes recordarán estas palabras por ella escritas años atrás pensando en todas ellas:

«Esta hora nuestra es la del sufrimiento; la hora de nuestras descendientes será la hora de la emancipación»