Las personas más valientes del mundo

OPINIÓN

Momento en el que la editora del informativo, Marina Ovsyannikova, irrumpe con un cartel con protesta contra la invasión rusa de Ucrania.
Momento en el que la editora del informativo, Marina Ovsyannikova, irrumpe con un cartel con protesta contra la invasión rusa de Ucrania. DSK

05 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde el inicio de la agresión frente a Ucrania, centenares de manifestantes que participaban en distintos actos de protesta contra la guerra han sido detenidos en Rusia, donde organizaciones sociales han visto suspendidas sus actividades o han sido directamente ilegalizadas. Y los escasos espacios para el ejercicio del derecho de información y la libertad de expresión continúan siendo estrangulados, hasta hacer imposible su actividad, si no es con enorme riesgo para los profesionales. La interrupción de la publicación de Novaya Gazeta (dirigida por el Nobel de la Paz, Dmitry Muratov), tras la segunda advertencia del organismo «regulador» de los medios de comunicación en Rusia, es la muestra más evidente de esta nueva vuelta de tuerca (pocas quedan por dar ya) en la conversión del país en un régimen entera e irremediablemente dictatorial.

El 16 de marzo, Veronika Belotserkovskaya, bloguera a quien siguen 850.000 personas en Instagram, se convirtió en la primera persona imputada en aplicación de la nueva Ley que castiga con hasta 15 años de cárcel las «informaciones falsas» sobre las acciones de Rusia en el extranjero, una medida más de control informativo desplegada por el régimen de Putin. Está acusada de difundir «deliberadamente información falsa sobre el uso de las Fuerzas Armadas rusas para destruir ciudades y a la población civil de Ucrania, incluidos niños».

Sergey Klokov, técnico del Departamento de Policía de la Ciudad de Moscú, fue la primera persona recluida en virtud de la misma Ley, tras ser detenido el 18 de marzo. Según su abogado, fue acusado de difundir «noticias falsas» en llamadas telefónicas con residentes de Crimea y de la región de Moscú.

El 22 de marzo, Aleksandr Nevzorov, destacado periodista que se hizo popular durante la perestroika, fue acusado de difundir «información falsa» sobre los ataques de Rusia contra una maternidad en Mariúpol, tras haber criticado el bombardeo en un post en Instagram el 9 de marzo.

El 25 de marzo, Izabella Yevloyeva, periodista de la república rusa de Ingushetia, fue acusada tras publicar un post en las redes sociales que calificaba el símbolo proguerra «Z» de las fuerzas armadas rusas de «sinónimo de agresión, muerte, dolor y manipulación descarada».

El 18 de marzo, Andrey Boyarshinov, activista de la sociedad civil de Kazán, fue encausado por dos actos de «justificación del terrorismo» y sometido a dos meses de arresto domiciliario por haber difundido mensajes contra la guerra en un canal de Telegram.

El 25 de marzo, Irina Bystrova, profesora de arte de Petrozavodsk, fue acusada de difundir «noticias falsas» y de «justificar el terrorismo» en relación con unos posts que había publicado en Vkontake, una red social rusa, críticos con la agresión rusa sobre Ucrania.

El 18 de marzo, Leonid Chernyi, artista callejero de Ekaterimburgo, fue arrestado por poner adhesivos que decían «GruZ 200» (palabra en código oficial para las bajas militares), tras lo cual quedó detenido por «intoxicación pública».

Dmitry Kozyrev, residente de Tula, fue detenido el 20 de marzo por escribir «la guerra es un réquiem por el sentido común» en los muros de una fortaleza en Tula.

El 23 de marzo, Nikolay Vorotnyov, residente de San Petersburgo, fue detenido por pintar la bandera ucraniana sobre un obús de la Segunda Guerra Mundial en un museo al aire libre.

El 14 de marzo, Marina Ovsyannikova irrumpió en un programa de noticias, retransmitido en directo, con un letrero en el que se podía leer: «No crean la propaganda. Aquí les mienten». Al mismo tiempo, gritó: «¡detengan la guerra!». La periodista fue rápidamente detenida y desalojada del lugar. Durante la noche, la policía no facilitó ninguna información sobre su suerte y paradero, ni aclaró siquiera si estaba detenida o no. Fue acusada de «organización de acto público no autorizado», multada y se enfrenta ahora a una probable investigación penal en su contra.

Elena Osipova, superviviente del asedio a la entonces denominada Leningrado en la II Guerra Mundial, fue detenida el 2 de marzo de 2022 (junto con otras 285 personas) por portar carteles a favor de la paz. Siete policías con cascos y chalecos protectores se llevaron en volandas a la corajuda anciana, en una imagen que es buena muestra del tono moral del país bajo la férula de Putin. 

Y, así, cientos de casos, a lo largo de las semanas transcurridas desde el inicio de la agresión sobre Ucrania. Episodio que no sólo tiene como resultado la destrucción planificada y perseguida de numerosas ciudades ucranianas y la comisión de repetidos crímenes de guerra cuyo carácter horrendo nos espanta. También depara como consecuencia, el deslizamiento de Rusia en las tinieblas totalitarias, con la acorralada dignidad de quienes se atreven a alzar la voz, una minoría audaz que paga muy cara su valentía.

En efecto, muchas de estas personas se arriesgan a que su situación acabe siendo la misma que los presos de conciencia rusos, empezando por el opositor Alexei Nalvany, también contrario a la agresión frente a Ucrania y recientemente condenado a 9 años más de prisión. O la de los innumerables exiliados que han tenido que dejar el país a medida que Vladimir Putin acaparaba resortes de poder, restringía el espacio para la sociedad civil y cercenaba el derecho a toda disidencia. Lo ha hecho en un proceso continuado en el tiempo, amparado en leyes represivas frente a lo que denominan «organizaciones indeseables», «agentes extranjeros» o, ahora, en la persecución de lo que consideran «noticias falsas», a lomos del adicional refuerzo de los poderes públicos en tiempos de pandemia y guerra. A esto se suma la confluencia del aparato del Estado, el crimen organizado y determinados grupos paramilitares asociados al poder, como el caso de los vinculados al gobierno regional de Chechenia, cuyo líder Ramzan Kadirov amenaza sin tapujos a cualquier persona que ose criticarle, y vaya si se trata de una amenaza creíble. Que se lo digan a quienes han querido investigar los crímenes ocurridos en Chechenia, como las periodistas Anna Politkovskaya (asesinada en 2006) o a la activista de derechos humanos  Natalia Estemirova (asesinada en 2009), cuya organización de derechos humanos, Memorial, también ha sido cerrada recientemente. O a la periodista Elena Milashina, exiliada desde febrero de 2022 por el riesgo tangible que para su vida representaba su trabajo de investigación en el Cáucaso.

La cultura de violencia, represión y miedo que crece y se desarrolla en el seno de un país es inherente a su actitud en las relaciones con otras naciones. Cuando las reservas de fanatismo nacional y comportamiento autocrático desbordan y a ello se suma la capacidad destructiva (que vaya si Rusia tiene), el resultado, en forma de agresión y sojuzgamiento de terceros, está garantizado. Un proceso que, por otra parte, no es súbito sino resultado del emponzoñamiento y deterioro gradual, del que, además, ningún país, ni siquiera los de más arraigo democrático, está completamente vacunado; razón de más para ser asertivos frente a cualquier deriva autoritaria, desde el inicio y en cualquier lugar.

Protestando contra la agresión rusa en Ucrania, estas personas lo hacen también en defensa propia, en salvaguarda de la más íntima y elemental libertad. Si algún día, con Putin fuera del Kremlin (o, como debería ser, sentado en el banquillo de un tribunal internacional) recuperamos la confianza en la inclusión pacífica de Rusia en la comunidad de naciones y en la capacidad de la potencia nuclear para mantener una relación de convivencia y respeto mutuo con sus vecinos, será gracias a estas personas que alzan la voz frente a su propio gobierno. Las más valientes y, en este momento, las más importantes del mundo.