Francia votó sin mirar a Ucrania y observada con temor por Europa

OPINIÓN

El presidente de Francia logra el 27,6 % de los votos
El presidente de Francia logra el 27,6 % de los votos BENOIT TESSIER | REUTERS

12 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La historia de los resultados de las primeras vueltas de las elecciones presidenciales francesas enseña que no se deben sacar conclusiones precipitadas. Desde 1974, en que François Mitterrand obtuvo el 43,24% de los votos frente al 32,6 de Valéry Giscard d'Estaing, ninguno de los vencedores en primera vuelta superó por mucho el 30%, la mayoría se quedó por debajo, y las diferencias entre el primero y el segundo fueron reducidas. Por cierto, en 1974 ganó Giscard en la segunda vuelta por un apretadísimo 50,81% frente al 49,19 de su rival de izquierda, solo unas décimas de diferencia, aunque la suma de los votos de los candidatos del centro y la derecha había permitido presagiar un triunfo más holgado. En 1995, por poner otro ejemplo, el socialista Jospin obtuvo el 23,3% y el gaullista Chirac el 20,8, pero sería el segundo el que se convertiría en presidente.

Hace 48 años que las primeras vueltas se caracterizan por la dispersión del voto, sin que siempre sea fácil adivinar lo que los electores harán en la segunda. Que el resultado no sea definitivo invita al voto de castigo, el que desbancó a Jospin en 2002 y permitió que pasasen Chirac, primero con solo el 19,88%, y Jean Marie Le Pen, con el 16,86. En esta ocasión hubo votantes del izquierdista Mélenchon que declararon que no lo votarían si saltase a la segunda vuelta, lo apoyaron para indicarle a Macron cuál era su error, derechizarse en exceso, pero no confiarían en él como presidente de la república. El resultado que obtuvo el actual presidente parece mejor que el de hace cinco años, pero entonces no se había presentado Zemmour, ahora la suma de votos de la extrema derecha supera ligeramente el 30%, aunque con la derecha democrática hundida. En 2017, Marine Le Pen obtuvo el 33,9% en la confrontación definitiva con Macron, los resultados de la primera vuelta no permiten adivinar si esta vez superará esa cifra, aunque las encuestas así lo indican.

En cualquier caso, la ultraderecha sigue fuerte y no parece que haya sido penalizada por su amistad con Putin. El electorado francés se olvidó de Ucrania, buena parte de él parece preocuparse solo de las consecuencias de la guerra en sus bolsillos. Sin duda, Macron paga cinco años de gobierno en los que tuvo que afrontar circunstancias difíciles, de la pandemia a la guerra, y un elitismo que no ayuda a convertirlo en popular, pero también su carácter transversal. En 2017 logró atraer tanto a votantes socialistas como del centroderecha, la dificultad reside en desarrollar políticas que satisfagan a unos y a otros o que, al menos, no irriten a alguno de esos sectores.

Ser un gobernante ya conocido tiene también sus ventajas en tiempos de incertidumbre. Le Pen conserva el rechazo de la izquierda y de la Francia democrática, defensora de los verdaderos valores republicanos, y su nacionalismo supone una amenaza para la Unión Europea, que también lo es para la estabilidad de Francia. Su victoria sería una tragedia, pero lo previsible es que Macron repita mandato, lo difícil es saber qué sucederá dentro de cinco años.

El sistema de partidos francés ha saltado por los aires. La ley electoral, con un procedimiento mayoritario a doble vuelta, facilita el «cordón sanitario» contra la ultraderecha, aunque perjudica a todas las minorías, y permite que los socialistas y el centro y la derecha tradicionales conserven poder en ayuntamientos y regiones, el macronismo no ha logrado imponerse en esos ámbitos. Habrá que ver qué sucede en las legislativas, pero los apoyos obtenidos por Valérie Pécresse y Anne Hidalgo han sido escandalosamente reducidos. Las constantes refundaciones y cambios de nombre les han dado pocos resultados al centro y a la derecha, no está claro que la izquierda moderada vaya a tener más éxito. ¿Sobrevivirá el macronismo a la presidencia de Macron? Por ahora, lo único sólido parece la ultraderecha, con una izquierda populista enfrente que nunca alcanzará sola el poder.

Si los crímenes del imperialismo nacionalista de Putin no debilitan a las derechas radicales europeas, lo sucedido en Hungría apunta en el mismo sentido, el futuro no se presenta prometedor. En el resto del continente la amenaza del autoritarismo nacionalista de ultraderecha parece más contenida, salvo en Italia y Polonia, aunque en este último país cabe la esperanza de que el temor a Rusia lleve al partido gobernante a acercarse a los valores democráticos.

En España todavía es difícil calibrar el efecto que tendrá el ascenso de Núñez Feijoo a la dirección del PP. Es innegable que pertenece a la corriente educada del partido, lo que se agradece, pero la buena educación no es suficiente, aunque en sí misma ya supone un alejamiento de la chulería fascistoide de los ultras. También es positivo que venga de gobernar Galicia, será más difícil que caiga en el ultracentralismo castellanista que desde hace tiempo se impuso en la derecha madrileña. Podría considerarse una buena señal que los políticos del PP catalán redescubran que, como sucede en Galicia, hablar el idioma de su comunidad no es un síntoma de nacionalismo alternativo al español y, menos todavía, de independentismo, será una manera fácil de diferenciarse de Vox y de reconciliarse con el catalanismo conservador. Mas allá de estos signos esperanzadores, existen dudas razonables sobre si será capaz de fortalecer una alternativa de derecha democrática frente a Vox.

El enorme patinazo que supusieron sus declaraciones sobre la violencia vicaria, en una fallida pirueta para salvar la inadmisible posición de la extrema derecha y la rendición de Mañueco ante ella, debería hacerle comprender que los juegos malabares no sirven para crear una opción política diferenciada, conservadora, pero liberal y democrática. Sus dos grandes problemas son el propio Partido Popular, con su tradición de amiguismo y corrupción y el fuerte peso ultraconservador que siempre tuvo en su seno, y la dificultad que tendrá para gobernar sin pactar con Vox. El gobierno de coalición «sin complejos» en Castilla y León, fruto de la irresponsabilidad de Casado y Mañueco, es algo sobrevenido, pero un aviso y le quedan cuatro años. Pocas cosas hay tan peligrosas como un tonto sin complejos. El señor Moreno Bonilla obtendrá una mayoría más clara en Andalucía, si no fallan las encuestas, pero es difícil que pueda prescindir de la ultraderecha. Fortalecer un PP distinto, que pueda atraer votos del centro moderado, no será fácil y Núñez Feijoo no lo va a conseguir con indefiniciones ideológicas en aspectos fundamentales.

Será importante lo que suceda con la renovación del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. El PP debe comprender que la defensa de su legítima propuesta de cambio de la forma de elección de los vocales del Consejo, que podrá poner en práctica cuando consiga mayoría en las Cortes, no es argumento para paralizar las instituciones del Estado cuando está en minoría. Para otros pactos el gobierno debería poner también algo de su parte, pero Pedro Sánchez, como denuncian todos sus aliados parlamentarios, tiene tendencia a actuar como si tuviera mayoría absoluta y rehúye las negociaciones, mientras que UP y otros grupos que lo apoyan consideran que cualquier acuerdo con la derecha contamina las decisiones, independientemente de que sean positivas.

En Francia, en España y en Europa la amenaza de la ultraderecha es seria, hará falta más firmeza ideológica que tacticismo para derrotarla.