Las cosas de María

Yolanda Vázquez

OPINIÓN

María Pagés
María Pagés Javier Lizon | EFE

06 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El flamenco tiende a argumentarse a sí mismo encima de una tarima, percutiendo madera; bien sea con las manos en un cajón, en las cuerdas de una guitarra o con los pies atizando el suelo. En el caso de María Pagés (Sevilla, 1963), flamante premio «Princesa de Asturias» de las Artes conjuntamente con la cantaora Carmen Linares, asciende más arriba.

¿Qué asciende en el flamenco, allá más arriba, cuando queremos tocar el firmamento mientras hacemos ruido con los pies? La obra bailada de María Pagés tiene la respuesta. Eso y sus brazos: un árbol en un barco

Si la danza, como decían Paul Valéry y Friedrich Nietzsche, es un navegable, en el caso de la fecundidad bailada (el acto puro de la danza) de la bailaora sevillana, debemos preguntarnos cómo navega lo que navega: el cómo, cuándo, qué. Siempre se recurre a una frase que recorrió medio planeta, cuando José Saramago dijo de la sevillana: «Ni el aire ni la tierra son iguales después de que María Pagés haya bailado». Y que volvió a resurgir, pletórica de fuerza, cuando estrenó en 2015 en el Centro Niemeyer de Avilés su «Utopía». Algo cierto.

Pero quizá también debamos ir algo más allá y preguntarnos qué sensaciones motivan esa celebrada frase de Saramago. Probemos. La danza, vista como lenguaje que no precisa traducción (idioma universal), es una esfera (planeta) artística que bastantea por sí sola la inmanencia y la trascendencia del hombre como hombre, es decir: su existencia aquí y su existencia más allá. Y lo que a lo largo de su vida ha proyectado el baile de María Pagés es precisamente eso: el poder de la transferencia para dotar de sentido y sensibilidad incluso lo que no alcanzamos a comprender.

Y esa transferencia, visible a todas luces en sus representaciones, radica en sus brazos, el poder de sugestión de su ralentí, rama y flor; es algo así como si aprendiéramos a leer con ella. Deletreamos, aprendemos y leemos claro.

María Pagés siempre ha dado suma relevancia a las palabras, a la poesía, en todas sus creaciones coreográficas; viendo siempre en ellas, en ella, el habitáculo perfecto para trabajar sus propias emociones y dejar al descubierto, aflorando en el baile, todo lo que producían. Así salió, entre otras, «Óyeme con los ojos» (2014), una reflexión, en femenino, sobre lo femenino, a partir de textos de Sor Juana Inés de la Cruz, que nada tiene que ver con la guerrería feminista, sino más bien con la igualdad.  

Sé queda un poco corto (incluso laxo) lo de premiar el papel de la mujer en el flamenco, tal como rezan algunos apurados titulares online. No es bien, que dirían los niños chicos. El flamenco es el mejor híbrido posible en el arte de la danza; en su antropología están los países asiáticos, los gitanos como zíngaros, los trashumantes y nómadas; y, por tanto, una forma de vida, de superstición y de firme creencia. Nuestra maltrecha piel de toro, esta península ibérica (que debería tener vocación panhispánica, como a finales del XIX), a caballo entre África, la cuenca mediterránea y Europa, tiene el mestizaje como emblema más idiosincrático de un pueblo. Pero, aquí, el mestizaje entendido como acervo flamenco. Hay que ver en eso incluso política, llenazo de un pueblo que vive al sol proclamando suelo y cielo y cuyo flamenco es su barbecho. O lo que es lo mismo: María Pagés nos enseñó a ver que más allá de un tablao, un cliché, un estereotipo o una popularidad, no solo había un arte, sino una forma bellísima de deletrear la palabra amar de forma tan personal y terrena como intelectual y artística. Ella en eso, como mujer, fue la primera.

Desde aquí y para nosotros, ese es el premio.