Horrible accidente y morir por no cooperar (XI): ¡cuidados con los impuestos!

OPINIÓN

PILAR CANICOBA

08 may 2022 . Actualizado a las 18:31 h.

En la historia de la evolución de la humanidad una de las claves que facilitaron la supervivencia de la especie hasta nuestros días es la tendencia a vincularnos y cuidarnos mutuamente. Somos una especie eminentemente social.

Así ha sido a lo largo de decenas de miles de años en los que la convivencia se daba en un contexto generalizado de igualitarismo e intercambio recíproco. Ningún individuo o grupo, al margen de la comunidad, podía controlar el acceso a los recursos y, menos, apropiárselos.

Como dice el antropólogo norteamericano, Marvin Harris: «El observador que hubiera contemplado la vida humana al poco de arrancar el despegue cultural habría concluido fácilmente que nuestra especie estaba irremediablemente destinada al igualitarismo salvo en las distinciones de sexo y edad. Que un día el mundo iba a verse dividido en aristócratas y plebeyos, amos y esclavos, millonarios y mendigos, le habría parecido algo totalmente contrario a la naturaleza humana a juzgar por el estado de cosas imperantes en las sociedades humanas que por aquel entonces poblaban la Tierra».

Y no es que las «sociedades primitivas» no tuvieran capacidad de producir más y vivieran, a duras penas, en «economías de subsistencia». Tenían la capacidad, pero no la utilizaban porque tenían más interés en vivir y en cuidarse que en acumular recursos sin necesidad. Y podría haber escasez, pero no pobreza. Un colega y compatriota de Harris, Marshall Sahlins, referencia en antropología económica, lo explica así: «Los pueblos del mundo 'primitivo' tienen pocas posesiones, pero no son pobres. Pobreza no es tener una pequeña cantidad de bienes, tampoco es exactamente una relación entre medios y fines; sobre todo es una relación entre la gente. La pobreza es un estatus social y como tal es una invención de la civilización». Una relación de poder entre unos pocos que acumulan, en detrimento de muchos que carecen y se ven sometidos, así, a la subordinación.

En la evolución cultural de nuestra especie se han dado saltos que si bien han proporcionado la base sobre la que construir importantes avances en determinados ámbitos, como el tecnológico, también conllevan amenazas en el ámbito de la convivencia y, por tanto, del bienestar, que tendemos a ignorar. Con la aparición de la agricultura, por ejemplo, se observa cómo su intensificación proporciona las condiciones para la polarización social en cuanto a riqueza y poder. Así, la subordinación puede dar paso una explotación sistemática que retroalimenta el proceso de acumulación de riqueza por unos pocos que no han de caracterizarse por su empatía precisamente.

Todo ello da lugar a una inercia que implica un aumento del tiempo de trabajo y una disminución del tiempo libre. En consecuencia, las actuales jornadas de trabajo son más largas que las de los pueblos «primitivos» —de hecho, incluso en la Edad Media, en Europa, se trabajaba menos de la mitad del año— y tenemos menos tiempo libre para cuidar nuestros vínculos, tan necesarios. Y, paradójicamente, nuestras «opulentas» sociedades altamente tecnificadas se encuentran, probablemente, más lejos de la abundancia que aquellas de milenios atrás. Entendiendo por «abundancia» la satisfacción holgada de las necesidades sentidas por la comunidad como tales. Como indica el propio Sahlins: «Ahora, en la época del más grande poder tecnológico, el hambre es una institución.» Y qué decir de la salud mental.

Con esto no quiero decir que sea mejor vivir en condiciones prehistóricas o medievales —si quieres vivir como un cromañón, vete a una cueva; dirán quienes son capaces de comerse un chuletón de un kilo en Instagram para despreciar las recomendaciones nutricionales basadas en evidencias científicas—, sino señalar que la evolución cultural, que nos ha implantado necesidades innecesarias, y el progreso tecnológico, no parece que, a día de hoy, nos estén llevando a mejorar nuestra calidad de vida. En situaciones como la actual, de incertidumbre y precariedad crecientes, se pone de manifiesto nuestra vulnerabilidad. Lo más lamentable es que buena parte de esa vulnerabilidad es evitable con los conocimientos acumulados a lo largo de nuestra evolución. Pero seguimos permitiendo, por acción u omisión, el sufrimiento de una gran parte de la humanidad.

Y qué tienen que ver los impuestos con todo esto. Pues mucho: la demanda de reducción de impuestos de moda es, en realidad, un timo que aumenta nuestra vulnerabilidad porque implica un desmantelamiento de los servicios públicos que complementan o sustituyen de aquellos cuidados ancestrales que nos han permitido llegar hasta aquí. Lo veremos en el próximo capítulo.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.