Elena Milashina o el precio de la libertad

Gonzalo Olmos
Gonzalo Olmos REDACCIÓN

OPINIÓN

El presidente ruso, Vladimir Putin, a su llegada a la sesión de investidura en el Gran Palacio del Kremlim
El presidente ruso, Vladimir Putin, a su llegada a la sesión de investidura en el Gran Palacio del Kremlim ALEXANDER ZEMLIANICHENKOPOOL

31 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Como les sucederá a muchos de ustedes, desconozco con precisión qué clase de procesos llevan a un país como Rusia a adentrarse en las tinieblas del nacionalismo exacerbado, el belicismo y la dictadura. No obstante, algo podemos intuir de la historia reciente del país más extenso y con uno de los ejércitos más imponentes del mundo, para tratar de entender por qué de la tímida expectativa de la democratización y modernización se ha pasado a la descarnada autocracia, a la supresión práctica de las libertades (aparentemente con respaldo popular) y a convertirse en una severísima amenaza para la paz y la estabilidad global. Como a cualquiera que mire con cierta visión retrospectiva su importancia histórica, nos sorprende que, de un país que atesora una vastísima y densa cultura, y cuyo periplo desde el siglo XIX está lleno de intentos frustrados de alcanzar un régimen de libertades, se repita con frecuencia su supuesta inhabilidad de raíz para las formas democráticas y para el respeto los Derechos Humanos. Una idea a la que resistirse desde Europa, si queremos aferrarnos a la esperanza de un futuro distinto en la relación con tan poderoso vecino. 

Ahora que vivimos en el filo de navaja por los delirios nacionales de los dirigentes rusos, y que pagamos la incapacidad (o el desinterés) del resto de países con influencia para prever e intentar evitar el desastre de una guerra que se alarga, nos fijamos con máxima atención en todas las voces sofocadas de una Rusia donde, alguna vez, se intentó construir una realidad distinta a la actual. Desde el inicio de lo que el Kremlin obliga a llamar «operación militar especial», el incremento exponencial de la represión ha tenido en los medios de comunicación uno de sus principales objetivos. Cualquier medio mínimamente independiente se ha visto silenciado o ha tenido que suspender sus actividades por riesgo para la seguridad de sus profesionales, planificando una hibernación hasta que vengan, si es que vienen, tiempos mejores. Así ha sucedido con la televisión Dozhd, con la radio Eco de Moscú, con el portal Meduza o con el diario Novaya Gazeta cuyo director, Dmitri Murátov, fue galardonado en 2021 con el Premio Nobel de la Paz. En otros casos, la actuación policial y penal hace el resto, con periodistas detenidos como Mikhail Afanasiev y Sergei Mikhaylov, y los registros y multas a sus medios LIStok o Novy Fokus (periódico online). La imputación del delito «desacreditar a las fuerzas armadas» o «difundir noticias falsas» nos muestra como toda intención de control deriva, con las condiciones adecuadas, en un uso puramente represivo y en la censura más primaria.

Pero ya antes de que el 24 de febrero se desatase la agresión y se abriesen las puertas del infierno para la población ucraniana (víctima primera de la barbarie), se arrastraban años de intensificación del hostigamiento impune a los periodistas en Rusia. De hecho, es difícil entender la asimilación por la mayoría de la población rusa del discurso oficial en esta guerra si no es de la mano de la propaganda y el silenciamiento de toda voz incómoda durante años.

Uno de los ejemplos palmarios de la persecución de periodistas en Rusia es el caso de Elena Milashina, que venía sufriendo graves amenazas por los trabajos que publicaba en Novaya Gazeta. La pesadilla empezó para Elena Milashina después de desvelar en 2017 la campaña de secuestros, torturas y homicidios frente al colectivo gay en Chechenia. Las amenazas directas lanzadas por el líder checheno, Ramzán Kadírov, protegido de las autoridades rusas, provocaron que permaneciese en el exilio, fuera de Rusia, por un periodo de tiempo. Tras su retorno, en febrero de 2020 Elena Milashina y la abogada Marina Dubrovina fueron atacadas y golpeadas por un grupo de hombres en el vestíbulo de un hotel en Grozni, la capital de Chechenia. En abril de 2021, Elena Milashina, ejemplo de valentía, fiel a su compromiso periodístico y coherente con el ejercicio de su labor de investigación, denunció en un reportaje el trato criminalizador que las autoridades chechenas estaban dispensando a las personas contagiadas por el coronavirus. El propio presidente checheno la amenazó de muerte públicamente (una amenaza perfectamente creíble, dada su procedencia), pidiendo a la Presidencia rusa que parase «a esos seres no humanos que escriben y provocan al pueblo» y que, de no hacerlo, alguien de Chechenia tendría que encargarse de ello. Las autoridades rusas ordenaron que se retirase el artículo de Novaya Gazeta, sin dispensarle protección y, a la vista de la persistencia y gravedad de las amenazas, Elena Milashina se ha vuelto a exiliar desde el mes de febrero de 2022.

La multiplicación del horror y la extensión a muchos más periodistas y medios de las tácticas represivas en Rusia no nos debe hacer olvidar cada uno de los concretos casos, porque, detrás de cada uno de ellos, hay personas con nombre y apellidos que sufren el zarpazo de la brutalidad y la opresión. No habrá un futuro distinto para Rusia, en paz con el resto de la comunidad internacional y en progresión en el respeto a los Derechos Humanos, si ahora no recordamos y defendemos a quienes, con tanto riesgo y pagando un alto precio por su ejercicio de libertad, desde su profesión de informadores o de su activismo en la sociedad civil, resisten frente al totalitarismo.