Saltando en el Miramar de Luanco

OPINIÓN

Luanco
Luanco

24 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

La semana pasada, en Saltando de hípico en hípico, en referencia a Luanco, escribimos: «Tierra de marañuelas, que pasó de tener estadio de fútbol en invierno (el Miramar llamado) a campo hípico en verano con ocasión de El Carmen; pero, como todo lo de Luanco, siempre fue otra cosa». Luanco fue tierra de unos, Pola, y de otros, Artime, y fue una de las siete villas de la Costa Verde, antes de lo del «Paraíso natural». El llamado, por bruto, «bestia parda» de la Villa blanca de la Costa Verde, no fue el Alcalde de Luanco, sino el de Luarca. Y no quisieron los de Luanco que el tren se acercase ni en tiempos de salazones ni de fábricas de conservas, lanzándose el Carreño ferroviario desde Candás a campo traviesa, en busca de Avilés, sin mirar a Luanco.

Un Artime, de nombre Nacho, rezador a la Santina, en pirueta teológica, hizo de Dios un «Superstar» en un teatro madrileño, a lo que se llamó una “adaptación teatral”, al igual que hoy son las procesiones. También superstar fue en Luanco el cura que se llamó José María Bardales, luego párroco de una iglesia obrera en Gijón. «Barda», siendo por los años sesenta coadjutor de la parroquia de Santa María de Luanco, la del Gremio de los Mareantes, retiró del presbiterio trastos para asiento y reclinatorio de ennoblecidos lugareños, que suministraron a los Austrias, según cronistas, maderas para construir galeones de guerra.

El hípico de La Felguera fue gris como La Felguera misma, del color del hierro y de su polvo; todo muy férreo, los carriles también, y la política de golpes a base de grises, de jeeps y de guardias muy armados. Luanco, por el contrario, era todo color, el blanco de los machos mástiles y de las femeninas faldas, los azules de los mares del Cielo, los verdes de las onduladas praderas, los colorados de las lanchas, balanceándose en el resguardado Puerto, con olor a bocartes fritos, mientras los pescadores y mujeres cosían redes y mallas con boyas de cristal. Recuerdo un Luanco de aquel tiempo, sin las aglomeraciones y edificaciones de ahora, que a tantos nuevos hombres debieron hacer ricos, mirándose a los espejos.

Tiempos aquellos en que Luanco, resplandeciente en edad dorada, parecía tener jardines con pérgolas y terrazas con rosas y buganvillas; era, con imaginación, un pueblo para la Dolce Vita, como pueblito de la Isla de Capri, con su piccola marina. Por Luanco, es verdad, no paseaban como en Capri estetas ambiguos o poetas como Rilke; dandis o políticos como Tiberio y Gorki; figurines o músicos como Debussy. Paseaban por Luanco burgueses ovetenses, que eran constructores, almacenistas de telas, el notario de mucha fama, dueños de ferreterías y dueñas de droguerías, que allí «veraneaban»; que salían de su «Oviedín del alma», no por asco o aburrimiento, sino por otra cosa.

El concurso hípico, a mediados de Julio con ocasión de las Fiestas de la Virgen carmelita, era ocasión inmejorable para exhibiciones de muchos en paseos, chupando el pirulí, entre series y apuestas hípicas, también de sirvientas o doncellas, llamadas niñeras, de niños y niñas con  cucharita de plata y de papá rico, que durante el invierno paseaban por El Bombé del burgués y ovetense San Francisco. Y un hípico que en invierno era un campo de fútbol, el del Marino de Luanco; el Miramar, que así se llamaba y se llama hoy, está en lo alto de Luanco frente al mar, que está en lo bajo, adonde mira la tribuna. Arriba junto a La Vallina, movía la brisa marina las muchas banderas, jolgorio de la Fiesta, mientras que por los altavoces una tal Mona Bell cantaba un romántico Telegrama.

En un hípico tan ovetense como el de Luanco, era normal que el que ganase las pruebas fuese un ovetense, Quique Riu Mora, que montaba dos caballos, Crack y Cartago, y una yegua, Pitipun. El jinete Quique era poco hablador, no se sabía adonde miraba, era desgarbado de hombros y tenía el cuello corto; su chaqueta colorada, dada de sí, estaba ya como teñida, y el gorro negro de jinete, por el sol, era ya marrón. La Pitipun, que todo lo ganaba saltando, saltaba los obstáculos como solían hacerlo las yeguas, con escaso tranco y como escondiendo su sexo, moviendo de manera acelerada el rabo. El Crack era bueno en saltos de mucha altura, pero daba problemas, sobre todo a Eduardo, hermano de Quique, por ser blando de ligamentos.

Y quedaba el tordo Cartago, que miraba con esos ojos enormes y de locos, tan propios de los caballos. Los ojos, escribió el literato, «son lo más acuático que nos queda de haber nacido del agua» y el mejor pintor de ojos de caballos, con perfección sobrenatural, fue Velázquez, seguido por Goya y Picasso. Los caballos siempre tuvieron tendencia a la locura, aunque a esa locura se llamó estar «desbocado». Cartago siempre fue un caballo loco y murió loco, en Oviedo, desbocado, pues salió corriendo del campo hípico de San Lázaro, descendió por la calle Arzobispo Guisasola, y en la calle Magdalena se estrapalló, muy cerca del escaparate de misales y recordatorios de Primera Comunión de la Librería de la beata Pepita Guillaume, siempre con medias de alivio, sostenidas por ligas negras.

La amazona catalana, señorita Zendrera, única en aquel deporte de caballos, siempre vigilada por su madre, compró a un tal Sant Pau el caballo Sirio, haciendo un gran negocio, pues después de esa adquisición, barría hasta en los grandes premios. Y los jinetes militares por allí saltaban cuando sus caballerías no rehusaban el obstáculo, cayendo los jinetes al suelo por entre las orejas del animal, lo que sin duda, era humillante, muy humillante para esos caballeros guerreros, no habiendo vanidad posible ante tal humillación.

¡Qué diferentes eran los caballeros de Luanco y los de Candás! Aquéllos jugaban en la arena de su playa con pelotas y raquetas, como en el fino Wimbledon. Éstos, los de Candás, jugaban en la arena en la arena de su playa con toritos y esquivaban cuernos de fiera entre carros en redondel, como en los gruesos campos charros.