Un estado de trastorno mental colectivo, esperemos que transitorio

OPINIÓN

Alberto Núñez Feijoo interviene en el debate del Senado ante Pedro Sánchez, Nadia Calviño y Yolanda Díaz.
Alberto Núñez Feijoo interviene en el debate del Senado ante Pedro Sánchez, Nadia Calviño y Yolanda Díaz. JESÚS HELLÍN | EUROPAPRESS

06 dic 2022 . Actualizado a las 09:41 h.

La exageración es consustancial con el debate político, pero en todo hay grados. Hace doscientos años, en el Trienio Liberal los conservadores llamaban “anarquistas” a los progresistas, que como mucho eran demócratas, y estos los tildaban a ellos de “serviles”, es decir, de absolutistas. Si a unos se los acusaba de conducir al país al terror jacobino, a los otros de facilitar la vuelta del de la Inquisición. No se ahorraba en adjetivos: anarquistas, jacobinos, masones, gorros colorados, filósofos volterianos, negros, se adjudicaban a los primeros; serviles, fanáticos, pancistas, pasteleros, traidores, eran algunos de los que recibían los segundos. España vivía entonces una transición que implicaba cambios radicales en el sistema social y económico, no solo en el político, estaba al borde de la guerra civil y con una permanente amenaza de invasión por parte de la Santa Alianza, que finalmente se cumplió. Al final, todos los que eran partidarios de un sistema constitucional acabaron en el exilio, la cárcel o la marginación interna con el estigma de “impurificados”.

En la tercera década del siglo XXI no está en cuestión nada sustancial en los ámbitos político y económico. La transición hace tiempo que culminó, la Constitución cumple hoy 44 años y peligros como la contaminación del planeta o un cambio del clima mediatizado y acelerado por la acción humana ni son exclusivos de nuestro país ni traerán una catástrofe inmediata, tampoco son los causantes del desquiciado ambiente político. Es verdad que Rusia es otra vez una amenaza, pero si dos siglos atrás el riesgo de que los cosacos del zar cabalgasen por la estepa castellana para restablecer al rey neto y la Inquisición era escaso, aunque en la calenturienta imaginación hispánica unos lo deseasen y otros lo temiesen sinceramente, que hoy los desmoralizados ejércitos de Putin traigan a nuestro país su cruzada integrista, machista, homófoba y autoritaria es todavía más inverosímil. Cierto es que tiene aquí acólitos, pero lo más que nos traerá, que no es poco, es inflación y deuda.

Con problemas no muy alejados de los de otros países europeos, España tiene una democracia estable, cosa que nunca había sucedido antes en su historia, y su ciudadanía un nivel de vida razonable, de los más elevados dentro del conjunto de países de nuestro mundo, pero parece aquejada de esquizofrenia. Hay una creciente disociación entre la realidad política y publicada y la de la gente. El riesgo que esto provoca es doble, podría conducir a un desprestigio absoluto de la política, los políticos y los medios de comunicación, o a un contagio de la locura al conjunto de la sociedad.

En mi temprana juventud, cuando España era diferente, una exótica dictadura militar y clerical, con fiestas primitivas y brutales, en las que se disfrutaba maltratando animales, y cárceles llenas de presos políticos, la prensa extranjera le dedicaba una atención notable. Hoy ya no abundan los reportajes y ensayos sobre ese país tradicionalmente atormentado, tan aficionado a las guerras civiles; afortunadamente, se ha transformado en símbolo de bien vivir. Es buena señal, pero, si desde el exterior se volviese a poner la lupa sobre nosotros, llamaría sin duda la atención el renacer de los garrotazos verbales. Hace mucho tiempo que este país perdió la cortesía, supongo que será otra herencia del franquismo, pero la sustitución, incluso en el Parlamento, del razonamiento por el insulto puede considerarse una novedad.

Se comprende el disgusto de la derecha por la moción de censura, pero debería reconocer que fue interesante que se aplicase un mecanismo constitucional hasta entonces inédito. Después perdió un par de elecciones, estas cosas pasan en las democracias y hay que asumirlas con deportividad. Pedro Sánchez les dio argumentos para la crítica con aquellas rotundas negaciones que se olvidaban en un santiamén, una buena oposición debería agradecérselo. Otra cosa es que solo deteriorasen relativamente su imagen, llevamos suficientes años de democracia como para sorprendernos de las rectificaciones de los repúblicos. También es cierto que Podemos irrumpió con una tendencia a la grandilocuencia y la hipérbole que denotaba influencia latinoamericana, pero solo desde la paranoia o el cinismo manipulador se pudo sostener que con su entrada en un gobierno de coalición España se llenaría de soviets, el tiempo lo ha confirmado. En realidad, las exageraciones y contradicciones del ala izquierda del gabinete debieron ser otro motivo de satisfacción para una oposición inteligente, pero solo sirvieron para que la que padecemos se contagiase.

No cabe duda de que los acontecimientos de 2017 en Cataluña deterioraron la situación política y alimentaron el nacionalismo español, pero ha pasado un lustro desde entonces y si algo demostraron es que la secesión es imposible, salvo que se reforme la Constitución, lo que parece poco probable. La exaltación nacionalista no va a favorecer la convivencia, ni la españolista ni ninguna otra, pero los nacionalismos existen. Ningún partido puede prescindir de esa realidad ni de que tienen importante apoyo en varias comunidades autónomas, desde Madrid a Cataluña, Euzkadi o Valencia, pero los vascos, tras el fin de ETA, están demostrando que se puede convivir con ellos y que es posible obtener acuerdos con partidos nacionalistas que beneficien a todos.

Que España no esté amenazada por ninguna catástrofe no quiere decir que la política del gobierno carezca de errores y la oposición de motivos para la crítica, pero se ha dejado arrastrar por el trumpismo. El señor Núñez Feijoo no ha decepcionado tanto por sus sistemáticas meteduras de pata cuando habla como por mantener el bloqueo de los órganos constitucionales. Nadie pide hoy a un político en España que sea brillante, pero sí cierta sensatez, que ofrezca algunas garantías si quiere acceder al poder. Tras quedar en evidencia por sus disparatadas propuestas económicas, se ha inclinado por no proponer nada, salvo un recuperado váyase señor Sánchez, que quiero gobernar yo. Mientras, la señora Ayuso, defensora de la única libertad que nunca amenazó el comunismo estalinista, la de tomar cañas, intenta esconder las carencias de su gestión con ridículas acusaciones de comunismo a cualquiera que la critica y descalificaciones a todo el que protesta. Todo muy liberal. Vox es quien más tensa la cuerda, se apoya en la peor España, garrula y matona, pero ese público es limitado. Si algo agrava la tensión es el abandono de la moderación y de la inteligencia por el PP y la agresividad y el sectarismo de Podemos, incapaz de asumir sus equivocaciones, que, como la presidenta madrileña, quiere tapar con exabruptos.

Si se comete un error hay que reconocerlo, no atribuirlo a jueces machistas o a médicos comunistas. Juan Carlos Monedero acaba de confirmar que lo tendrá muy difícil Yolanda Díaz para construir una alternativa a la izquierda del PSOE que sea, a la vez, unitaria y atractiva para amplios sectores de la sociedad. Pedro Sánchez confía demasiado en esa resiliencia que sería capaz de hacerlo sobrevivir a cualquier error, contradicción o provocación. Así puede considerarse la propuesta de magistrados para el Tribunal Constitucional, por legal que sea, o la, esperemos que olvidada, reforma del delito de malversación. Sería triste que los matones deslenguados de Vox y un PP entre trumpista y carente de ideas, con un líder más que gris, alcanzasen el poder gracias a los errores de las izquierdas, una vez más empeñadas en derrotarse a sí mismas.