Administración sin administrados

OPINIÓN

Declaración ante la jueza del caso Mediador del general de la Guardia Civil Francisco Espinosa
Declaración ante la jueza del caso Mediador del general de la Guardia Civil Francisco Espinosa EUROPAPRESS

07 mar 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando surge un caso de presunta corrupción que afecta al poder público, como el del llamado «caso Mediador», suele analizarse, con razón, en qué medida han sido insuficientes o han fallado los mecanismos de control y supervisión de la relación con terceros, concernientes a las personas con algún grado de capacidad de decisión o influencia. Lo cierto es que el grado de exigencia en materia de transparencia, regulación de grupos de presión o protección de los informantes de irregularidades es cada vez más elevado y complejo; y las propias previsiones del Código Penal en materia de delitos económicos, corrupción, responsabilidad de las personas jurídicas, etc. son propias de un estándar normativo severo, que impone significativas obligaciones preventivas. Todo es perfectible pero el problema no viene, probablemente, por este lado, que también tiene sus consecuencias indeseadas (un clima enrarecido de sospecha y desconfianza permanente y el incentivo para una posición inactiva, pues cuesta mover un papel sin riesgo de escrutinio inquisitorial). Quizá el problema haya que buscarlo más en la forma en que, en determinados ámbitos, aún se maneja la relación con la Administración, por la que pasan muchas (demasiadas, quizá), facultades y recursos que pueden hacer inclinar la balanza para permitir o promover el desarrollo de una u otra actividad económica.

A estas alturas, todavía existe una larvada subcultura en nuestro país en la cuál el contacto con la Administración no es posible de manera directa y, si se acaba produciendo así, esta forma no se considera eficaz para plantear lo que se pretenda, aunque esto sea lícito y legítimo. El camino, según esta torcida tradición, pasa por la influencia espuria y la generación de una esfera de intereses comunes con los encargados de decidir; por lo tanto, un ambiente propicio a su confusión de roles. Algo de esa costumbre viene también del temor reverencial que en nuestro país se profesa a la Administración. Todo lo que huela a autoridad es intocable (en privado se echará pestes de ella, naturalmente) y alcanzar a captar su interés no se consigue exponiendo ordinariamente el problema, la necesidad o la oportunidad que se quiere transmitir, sino con una extraña ceremonia de cortejo donde no falta la genuflexión. Como tantas otras cosas que forman parte de nuestra identidad, basta recordar el fresco berlanguiano con el personaje de José Sazatornil como representante de porteros automáticos en La Escopeta Nacional. En suma, hemos cambiado (a mejor), pero no tanto.

Las cosas serían más sencillas y menos «peligrosas» (no haría falta la búsqueda de mediadores de toda condición) si se perdiese esa sensación que tiene el interesado de enfrentarse al laberinto de Creta cuando se trata de abordar con la Administración cualquier cuestión compleja, aunque entre dentro de la más estricta legalidad. Si, por ejemplo, las personas que tienen encomendadas funciones de responsabilidad en la Administración devolviesen con naturalidad las llamadas y los correos, se esmerasen en explicar y sacar de los comunes errores al interesado en el procedimiento y se generase la sensación de que al otro lado del hilo telefónico o de la mesa de reunión (no pasa nada por recibir y dialogar) la disposición es de colaboración y apoyo, y no un frontón o el indisimulado fastidio por lo torpes e ignorantes que somos los administrados. Lo somos tanto, que casi parecemos prescindibles; algo así como «la pobreza sin los pobres / por supuesto / ya que los pobres / nunca huelen bien» en los versos de Benedetti. Con la pandemia, además, lo que llegó finalmente para quedarse fue toda una panoplia de medidas y parapetos para que la Administración (y por extensión las personas que se defiendan de ella) vea de todo menos a un administrado en carne y hueso. Esta distancia cobra su máxima expresión plástica en la infinidad de dependencias donde aún te separan con mamparas de las que no quieren desprenderse, todavía te hacen esperar en la calle sin miramientos y, por supuesto, no te atienden sin cita previa (aunque sea perentorio), sin que conseguirla esté al alcance de todos, empezando por las personas sin competencias digitales o sin medios para utilizarlas. A su vez, llama la atención que la profusión de responsables directivos no siempre es pareja a su cercanía, pues cuesta a veces encontrar quien se eche a la espalda el asunto y reme con el interesado en lo que corresponda, empezando por escucharle.

La porosidad (estando cada uno en su sitio, naturalmente), en definitiva, no es por fuerza fuente de riesgos sino al contrario, pues donde florece la corrupción y los maestros de la contactología es en lo inaccesible, lo que no se explica, no se conoce y no se transparenta. Ahora que se habla, y está bien, de la «guerra contra la burocracia» (aunque si la hay, la vamos perdiendo), también es tiempo de pensar que la vocación de servicio público debe ser igualmente la de una Administración cercana, abierta y a cuya atención se pueda acceder directamente, sin tantos mediadores ni tantas historias.