En un ejercicio de voluntarismo podríamos figurarnos que, obtenida la investidura a fuerza de sumar una variedad de apoyos como no se había visto hasta ahora (demostrando una capacidad de adaptación notabilísima), el próximo Gobierno de España será capaz de contar con un respaldo en las Cortes Generales, suficiente para la gobernabilidad y que se extienda durante el periodo de cuatro años, desafiando la alta probabilidad de afrontar un suplicio con el rompecabezas parlamentario que depare una legislatura corta.
Dejándonos llevar por los mensajes más optimistas, confiaríamos en que Carles Puigdemont no podrá aprovechar el protagonismo que recobra de pronto, cuando ya estaba en la pendiente de la marginalidad electoral, y que el muy dividido independentismo catalán acabará enredado en sus contradicciones y disputas sin representar una amenaza para la estabilidad. Incluso imaginaremos a Junts y ERC perdiendo la Presidencia del Govern tras las elecciones al Parlament de 2024 a manos del PSC.
A caballo entre el anhelo y las previsiones más halagüeñas, compraríamos el argumento de que el mundo post-convergente y el de ERC terminarán de una vez por aterrizar en tierra firme, dejando en un segundo plano aventuras análogas al procés, conformándose con la retórica de su relato nacional y, a la postre, adoptando una postura pragmática que cuestione el sentido del soberanismo en el contexto de la integración europea. Aun asumiendo toda esta lista de buenos deseos, lo cierto es que, para que los planes salgan bien, ya no servirá sólo la probada habilidad del Presidente Sánchez y la alquimia política que domina. También tendrá que recuperarse, ahora, del desgaste de fondo; porque, esta vez, el juego de la oportunidad política deja atrás bastante cosas dañadas para las que no será fácil encontrar reparación.
Dejamos en el camino, por ejemplo, cualquier perspectiva racional de configuración pactada, meditada y armónica de nuestro sistema autonómico. La consagración del bilateralismo y la lógica extractiva y de subasta que dominan los acuerdos con las fuerzas nacionalistas son corrientes muy poderosas. Sucede así, sin apenas debate previo, hasta el punto de abrir la puerta a un sistema confederal fuertemente disfuncional, y con tres objetivos largamente deseados a los que nos vamos aproximando con rapidez. El primero de ellos es la asunción del relato plurinacional como fuente de derechos políticos (reconocimiento nacional que anticipa el llamado «derecho a decidir», presencia institucional internacional, mediación independiente y la retórica del «conflicto» a gestionar).
Y, ya en el terreno práctico, se sitúan el segundo de los objetivos, la cesión de la totalidad de la recaudación tributaria a Cataluña; y, el tercero, la ruptura de la caja única de la Seguridad Social. En estos dos últimos aspectos, en puridad no hay tales cesiones, pues, en el caso del acuerdo de Junts, se enuncia a título de pretensión la cesión tributaria; y, en el caso del acuerdo con el PNV, lo que se transfiere es la gestión del régimen económico de la Seguridad Social. Pero nos aproximamos cada vez más a ese límite con una inercia difícil de contener, si seguimos en esta dinámica. La materialización de las transferencias competenciales como resultado de acuerdos de ocasión, lejos de cualquier foro institucional y del análisis detallado, también anima esa tendencia. La aspiración de un federalismo cooperativo, con estructuras de participación, solidaridad y corresponsabilidad, basado en una descentralización racional, se disipa cuando el tono lo marcan quienes tienen poco o ningún interés en el resultado conjunto, apostando por el éxito en la relación bilateral. Aquí, otras Comunidades Autónomas tienen mucho que perder, pues la vertebración y la cohesión territorial están verdaderamente en riesgo.
También queda fuertemente tocada la seguridad jurídica y la percepción que adquiere la ciudadanía sobre la salud del propio Estado de Derecho. Se utiliza en exceso este término sin interiorizar lo que comporta: que los poderes públicos deben actuar sujetándose plenamente a las leyes y a la jerarquía normativa, empezando por lo que establece la propia Constitución Española, por muchos que sean los argumentos políticos que inviten a soslayarlo.
Hoy en día, enunciarlo parece un mensaje ortodoxo y paleokelseniano, que no se compadece con las necesidades de la política o con los deseos nacionales de todo signo («la Constitución destruye la nación», decía una de las pancartas exhibidas ante Ferraz estos días), pero es la única manera de evitar el reino de la arbitrariedad y el abuso de poder. Lejos de la prudencia y la contención, estamos en la era del barroco jurídico y del derecho líquido, en el que el encaje de las soluciones políticas se hace a fuerza de interpretaciones alambicadas y, si es necesario, de pasar de ese estado líquido del derecho al puramente gaseoso. Sólo así se explica que se acuda a una respuesta (la amnistía), propia del cambio de régimen o del reconocimiento del deterioro e injusticia opresiva del sistema, que se quiere remediar (por eso se pide a nivel global la amnistía para los presos de conciencia, algo que no sería en ningún caso Puigdemont si se sometiese a la acción de la justicia).
Se acude a esta fórmula sobre la base de una omisión en el texto constitucional, que, sin embargo, sí prohíbe el indulto general; y se prepara nuevamente el lanzamiento de una tremenda patata caliente al Tribunal Constitucional. Repetimos el error de sobrecargar al máximo intérprete de la Constitución con decisiones cruciales, que, sean las que sean, tendrán resultados dañinos (recordemos el efecto de la Sentencia 31/2010, sobre el Estatuto de Cataluña, pese a los ímprobos esfuerzos del propio Tribunal para minimizar el impacto). En este caso, incluso se asume la posibilidad de una sentencia futura que declare la inconstitucionalidad y que no tendrá virtualidad, porque el efecto de la amnistía ya estará consumado sin vuelta atrás.
Está por ver si los beneficios políticos perseguidos que se atribuyen a esta medida se conseguirán. Pero la sensación de impunidad, de desigualdad, de que casi todo vale y del precedente que sienta (a disposición de todos, por otra parte) es extensísima y disolvente. Es muy distinto moderar acertadamente el tratamiento penal de determinados hechos, por ejemplo, no considerando las acciones del Tsunami como terrorismo sino como desórdenes públicos agravados y delitos contra el patrimonio, como plantea la Fiscalía; o modificar el Código Penal, derogando el delito de sedición, de difusión contornos y que se llegó a aplicar desproporcionadamente a Jordi Sánchez y Jordi Cuixart quienes sin responsabilidad de gobierno promovían movilizaciones ciudadanas pacíficas (aunque se suscitasen incidentes en ellas); o los propios indultos parciales posteriores, que dejaban el reproche penal sólo en la inhabilitación, que es la consecuencia suficiente, esto es, dejar fuera del ejercicio de funciones públicas a quien demuestra desprecio por las leyes.
Pero ahora no estamos hablando de esto, sino de impedir todo ejercicio de la acción penal y deslegitimar la actuación del Estado con una medida de constitucionalidad controvertida. Una decisión que, por cierto (veremos estos días el texto de la Proposición de Ley) también puede dejar impunes decenas de casos de uso excesivo de la fuerza por agentes de seguridad en el contexto del 1-O y de las manifestaciones tras la Sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés, o, en el otro lado de la balanza, algunos casos de lesiones con los propios agentes como víctimas; situaciones que no deben quedar sin investigación y sin reparación a las víctimas.
Un daño parejo al sistema se causa confundiendo lawfare y prevaricación judicial, porque el primer fenómeno puede, en efecto, existir y practicarse, con profusión, en el ejercicio de la acción penal en el marco de las luchas de poder político y empresarial en distintos ámbitos (las causas penales en las que el excomisario Villarejo intervino en distinto grado para atacar o favorecer a unos u otros intereses por encargo, son buena muestra de ello). Pero una cosa es analizar este fenómeno y sus derivaciones espurias, y otra bien distinta es deslizar que todos los jueces son parte de ello y que comparten la intencionalidad política cuando el investigado es un líder nacionalista, y ese es el relato interesado de Junts como lo fue antes el de CiU (recordamos el caso Banca Catalana).
Dar pábulo a ese discurso provoca un daño notable a la reputación y al ánimo de todos los operadores del sistema de justicia y de miles de jueces que sostienen con importantes dificultades el día a día de órganos judiciales saturados y desprovistos de medios. La sensación de desamparo para estos es tremendamente perjudicial (¿para qué realizar un esfuerzo denodado o atreverse con decisiones difíciles, en la investigación y la condena o la absolución, según el caso, en asuntos espinosos?). Las acusaciones veladas que, por extensión se esparcen respecto de todo el cuerpo judicial son injustas y peligrosas, pues necesitamos que ejerzan su función de manera efectiva e independiente en garantía de nuestros derechos.
Desde el punto de vista político, faltan muchos capítulos de esta historia por escribir. Algunos que están próximos a abrirse serán de difícil digestión. Como la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa (como decía Karl Marx), Puigdemont estará ensayando en el espejo qué frase dejar para la historia en la Plaza Sant Jaume, como aquel «ja soc aquí» de Tarradellas. A fuerza de condescender con su relato falaz, podemos dejar que se equipare con aquella figura y permitir reocupar la centralidad política en Cataluña a un reaccionario de primer orden.
Puigdemont fue el primero que sacó del cauce de la política esta discusión aunque se diga lo contrario, porque abocó indefectiblemente a ello cuando su Gobierno recibió como quien oye llover la suspensión por el Tribunal Constitucional, el 12 de septiembre de 2017, de la Ley de Transitoriedad y Fundacional de la República Cataluña, sobre la que se sustentaba el referéndum. El independentismo que lidera admitió incluso la eventualidad de la violencia como resultado de la declaración unilateral de independencia y es legítimo preguntarse qué habría pasado si el injustamente denostado mayor Trapero no se hubiese puesto a disposición de las autoridades estatales tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española y, en su lugar, hubiese sido leal a la nueva «legalidad» catalana. Nunca estuvimos tan cerca de la quiebra de la paz en nuestro país, aunque ahora no queramos recordarlo así. Y todo aquel disparate se hizo con el horizonte de retrotraerse a una visión desfigurada de 1714, elevando el Antiguo Régimen a ideal nacional (como si tal concepción existiese entonces, además).
La convivencia en Cataluña es, seguramente, un valor deseable, pero también importa la convivencia en el resto de España, que se resiente gravemente. Discurran los próximos episodios por los derroteros que vayan, haremos todos mal negocio si aumentamos el capital político del independentismo durante la Legislatura que se inicia. E, igualmente, si minusvaloramos las consecuencias profundas de las decisiones que se adoptan, escondiendo los destrozos jurídicos y políticos bajo la alfombra.
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