El terrible dilema de Ucrania, la tragedia de Gaza y los valores de las democracias

OPINIÓN

Concentración en María Pita contra la guerra de Ucrania y escenificación del ataque estación de tren Kramatorsk
Concentración en María Pita contra la guerra de Ucrania y escenificación del ataque estación de tren Kramatorsk EDUARDO PEREZ

13 dic 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Ucrania comienza a dar señales de agotamiento. Pronto se cumplirán dos años de la fracasada invasión rusa que provocó el inicio de la guerra. Los muertos y los heridos se cuentan por decenas de miles, la cifra real tardará en conocerse, pero sin duda será muy elevada; millones de ucranianos continúan en el exilio, otros son desplazados internos; infraestructura, barrios residenciales, pueblos enteros han sido destruidos. Las penurias que provoca la guerra se agravan con la llegada de un nuevo invierno y el fracaso de una ofensiva en la que se habían puesto demasiadas esperanzas conduce al abatimiento. Una guerra larga siempre desmoraliza, pero lo peor es que se prolongue sin perspectivas de victoria y, hoy, Ucrania las ha perdido.

Era esperable que con el paso del tiempo surgiesen divisiones entre los aliados, aunque sorprende la mezquindad de la derecha polaca, cuando el suyo es un país que tiene razones sobradas para temer a Rusia, no tanto la de Orbán, que se exhibió desde el principio. El cambio de gobierno en Polonia tendrá efectos positivos, pero Budapest se afianza como el caballo de Troya de Putin en la UE. Llama la atención que no se manifieste en Hungría el descontento popular por la inflación, muy elevada, aunque haya bajado con respecto al pasado año, y la crisis económica, con tipos de interés en el 13%. El populismo prorruso no parece muy eficaz en la gestión, pero quizá lo sean su control de la prensa y la represión contra las organizaciones de oposición.

En el resto de los países de la Unión solo la irrelevante Eslovaquia parece acercarse a la postura húngara, pero el crecimiento de los partidos de ultraderecha, los problemas económicos de Alemania y las dificultades que van a tener todos para reducir la deuda y el déficit permiten presagiar que la ayuda a Ucrania no se incrementará o incluso podría disminuir. En cambio, aumentarán las opiniones favorables a la búsqueda de un alto el fuego y la apertura de negociaciones de paz.

La brecha ya se ha abierto en EEUU, el país decisivo. Incluso aunque la administración de Biden logre desbloquear total o parcialmente en el Congreso las partidas destinadas a Ucrania, la incertidumbre sobre las próximas elecciones pesará sobre la moral de los ucranianos.

Han trascendido a la opinión pública las discrepancias entre el realismo del general Valeri Zaluzhni, comandante en jefe de las fuerzas armadas, y el optimismo del presidente Zelenski, también el creciente cansancio de los soldados que llevan demasiado tiempo en el frente, el aumento del rechazo al reclutamiento y el desaliento de la población ante las penurias. Rusia supera los 140 millones de habitantes, Ucrania no llega ahora a 40. El ejército ruso se mostró ineficaz en 2022, pero la capacidad de movilización que tiene el país es muchísimo mayor y sus recursos naturales y su industria son suficientes para permitirle la compra y producción de armas. Una guerra de desgaste afectará mucho más al país pequeño, dependiente de la ayuda externa.

El problema reside en que un alto el fuego, o un armisticio mientras se desarrollen conversaciones de paz, implicaría la consolidación del dominio ruso sobre el territorio ocupado. Putin ha incorporado esas provincias a la Federación Rusa, podría presentar como una cesión que dejase de reclamar las zonas que no ha conquistado, pero la puerta para una futura reintegración a Ucrania, aunque fuese con garantías de autonomía, parece cerrada. Los ucranianos deberían aceptar la pérdida de una considerable parte de su país, aunque hayan salvado el puerto de Odessa y las importantes ciudades de Jersón, al sur, y Járkov, al norte, que no es poco. Putin habría logrado la conquista de la mayor parte del Dombás rusófono y la comunicación por tierra con Crimea, que supone el control de la costa del mar de Azov, convertido en un lago ruso. No es todo lo que pretendía, pero sí puede venderlo como una victoria. Probablemente sea demasiado para Ucrania y para EEUU y la OTAN, que estarían reconociendo, de hecho, los frutos de una guerra de conquista en territorio europeo.

De unas hipotéticas conversaciones de paz no cabría esperar cambios territoriales significativos, si no ha cedido con la guerra, es muy difícil que Putin lo haga cuando no se combata. Ha encontrado la forma de sortear las sanciones y sabe que el tiempo le favorece a la hora de abrir grietas entre los aliados. La situación interna de Rusia parece estable y, aunque no sean libres, las elecciones del próximo año, en las que votarán los habitantes de las zonas conquistadas en Ucrania, lo respaldarán.

Ucrania parece condenada a elegir entre una guerra enquistada, que exige el sacrifico constante de hombres y mujeres jóvenes y hunde su economía, y una paz que, después de lo que ha pasado, no puede considerarse humillante, pero que no dejaría de ser el reconocimiento de una derrota. Habrá que ver si lo que prima es el cansancio de la guerra o el nacionalismo, pero un acuerdo que no suponga la retirada total de Rusia, quizá con la excepción de Crimea, sería el fin de Zelenski y abriría una etapa de inestabilidad política.

El dilema es terrible para Ucrania, pero también para sus aliados y para los defensores de la democracia y los derechos humanos. El fin de las hostilidades, aunque sea a la coreana, supondría un alivio para las cuentas públicas de EEUU y los países de la OTAN y la UE, que podrían reducir la cuantía de sus ayudas a Ucrania, pero sería una señal de debilidad que no querrían enviar en estos momentos a Irán y China, sobre todo la gran potencia norteamericana. Aceptar, aunque sea solo de facto, la anexión por la fuerza de parte de un Estado independiente, miembro de la ONU, crearía un grave precedente. Puede pensarse que la aventura ha resultado demasiado costosa como para que Rusia tenga intención de repetirla, pero Putin no parece guiarse por criterios racionales y los cadáveres o los padecimientos del pueblo ruso no son su mayor preocupación, al menos mientras pueda controlarlos con la combinación de nacionalismo, religión y represión. Moldavia debería comenzar a tentarse la ropa.

Un triunfo de Putin en Ucrania, aunque fuese solo parcial y no formalmente reconocido, implicaría también una derrota para los demócratas y defensores de los derechos humanos. Rusia es hoy el mayor bastión del nuevo autoritarismo reaccionario, que ya está infectando al resto de Europa y carcome a EEUU.

Todo esto se combina con la terrible guerra de Gaza. Occidente, EEUU sobre todo, ha dejado la bandera de la defensa de los derechos del pueblo palestino en manos de Irán y del integrismo islámico. Las consecuencias que esto puede tener a medio plazo son gravísimas. Una cosa es defender el derecho a la existencia de Israel y la seguridad de su ciudadanía y otra darle carta blanca en la política de asentamientos, que está convirtiendo en imposible la creación de un Estado palestino, y, sobre todo, a la brutalidad que ejerce contra la población civil en Gaza y Cisjordania.

 En la política internacional siempre han primado los intereses sobre los valores, que, con frecuencia, se utilizan solo como instrumentos de propaganda. Napoleón, a pesar de todo más complejo que la caricatura que ha pintado Ridley Scott, encubría su imperialismo con el ropaje de la regeneración, la reforma y la ilustración; los socialdemócratas alemanes disfrazaron su vergonzoso apoyo al Kaiser en 1914 con el supuesto objetivo de llevar la democracia al imperio ruso; la URSS invadió Hungría y Checoslovaquia en nombre del internacionalismo socialista y la democracia popular; más recientemente, el trío de las Azores justificó la invasión y la destrucción de Irak con la ficción de establecer la democracia, ya que las armas de destrucción masiva se habían convertido en una de las mayores mentiras de la historia, los ejemplos podrían alargarse indefinidamente.

Hoy, las democracias capitalistas actúan como plañideras ante la matanza de Palestina, colaboran con Israel y adulan a las tiranías árabes que han bajado el precio del petróleo, invierten en sus empresas y hasta controlan el fútbol, el mayor espectáculo occidental. Unas tiranías que no son mejores que Irán. Critican, con la boca pequeña, a China solo si les hace una competencia gravosa. Miran para otro lado cuando la barbarie no afecta al bolsillo, desde Nicaragua a Birmania, pasando por Sudán o Guinea Ecuatorial, por mencionar solo algunos países.

No es fácil vender así los valores de la democracia, la libertad y los derechos humanos en el resto del mundo y más si lo hacen países que estuvieron oprimiéndolo con su política colonial hasta hace solo unas décadas o nunca abandonaron el neoimperialismo.

La guerra de Ucrania se mantendrá mientras los ucranianos estén dispuestos a morir y a EEUU le interese que continúe. Sobre la defensa de la democracia prima el deseo de frenar el imperialismo ruso, si se impone la convicción de que es más ventajoso el fin de los combates, aquella pasará a la literatura de propaganda y los ucranianos deberán lamerse sus heridas. Los demócratas, quienes creemos todavía en los valores de la libertad, la justicia y la igualdad, estamos obligados a seguir apoyando al pueblo ucraniano, al palestino, al birmano, al armenio, al nicaragüense, a las mujeres iraníes y saudíes y a las de los ricos emiratos, tan acogedores para algunos, pero, en un mundo occidental cada vez más dominado por el dinero y en el que los valores morales han desaparecido de la política y han sido sustituidos por cínicos patriotismos, cargados de indigencia intelectual, que solo encubren intereses, queda poco margen para la esperanza.