Cuando la culpa cae siempre sobre el más débil: el caso del conductor de Avilés Omar López

OPINIÓN

El Juzgado de lo Penal número 2 de Avilés acoge desde este lunes la vista oral contra el conductor del autobús de Alsa Omar López (c), en la imagen junto a su abogado Alberto Rendueles (d), acusado del grave accidente de tráfico registrado en Avilés en septiembre de 2018 que se saldó con cinco pasajeros muertos y catorce heridos
El Juzgado de lo Penal número 2 de Avilés acoge desde este lunes la vista oral contra el conductor del autobús de Alsa Omar López (c), en la imagen junto a su abogado Alberto Rendueles (d), acusado del grave accidente de tráfico registrado en Avilés en septiembre de 2018 que se saldó con cinco pasajeros muertos y catorce heridos Paco Paredes | EFE

25 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

El pasado 11 de junio, a través de este medio, conocimos la sentencia del Juzgado de lo Penal número 2 de Avilés contra el conductor del autobús implicado en el accidente ocurrido hace siete años en esta misma ciudad. En mi anterior artículo, publicado en esta sección de opinión, ya comentaba otra sentencia judicial, porque últimamente se vienen dictando resoluciones particularmente rigurosas, tanto en las formas como en la manera de ejecutarlas. Hoy quiero centrarme en esta sentencia, de la que se habló poco a pesar de su enorme trascendencia y de las graves consecuencias que tiene, tanto para el conductor condenado como para las familias de las víctimas mortales y de los heridos en aquel terrible accidente que, en su momento, dejó consternada a toda Asturias.

Siete años después del trágico siniestro ocurrido en septiembre de 2018, el juicio ha concluido: el conductor, Omar López, ha sido condenado a tres años de prisión, a la inhabilitación profesional durante seis años y al pago de una indemnización de 122.000 euros. En aquel accidente, cinco personas perdieron la vida y catorce resultaron heridas. Hoy, más allá de la estricta lógica del procedimiento judicial, es necesario reflexionar con mayor profundidad sobre cómo entendemos la responsabilidad en este tipo de tragedias.

Durante el juicio, el conductor pronunció unas palabras que hielan la sangre: «Preferiría haber muerto yo». Esa frase no solo refleja la magnitud de su dolor, sino que nos obliga a mirar más allá del hecho puntual, más allá del fallo humano. Porque esto no fue un crimen. Fue un accidente —con causas, sí; con consecuencias devastadoras, también—, pero sobre todo un fallo colectivo del sistema, en el que solo una persona ha acabado pagando las consecuencias.

Según lo que se ha sabido, el conductor habría sufrido un ataque epiléptico al volante. La acusación sostuvo que ocultó su enfermedad; sin embargo, él y su defensa afirman que había sido evaluado por la mutua, por el sistema de salud y por la propia empresa ALSA, que lo consideraron apto para desempeñar su trabajo. ¿Cómo, entonces, puede recaer únicamente sobre él toda la responsabilidad?

En el ámbito laboral, especialmente en sectores de alta responsabilidad como el transporte de personas, los reconocimientos médicos periódicos son obligatorios y exhaustivos. Empresas, mutuas y servicios de salud pública comparten la obligación de detectar posibles riesgos para prevenir tragedias como esta. Si no lo hicieron, si no advirtieron que ese conductor no estaba en condiciones, ¿por qué no estaban ellos también sentados en el banquillo?

Este caso recuerda inevitablemente al accidente del tren Alvia en Galicia, donde la maquinaria institucional también buscó un chivo expiatorio —el maquinista— mientras los errores de diseño, gestión y prevención quedaban ocultos bajo la alfombra del silencio administrativo. Siempre se elige la vía más fácil: culpar al individuo más vulnerable, al que no puede defenderse con grandes equipos jurídicos ni con estrategias de comunicación.

Omar López, además de enfrentarse a una condena judicial, arrastra una pena mucho más dura: la psicológica. Vivirá con el peso de haber sobrevivido a un accidente en el que otros no lo hicieron; con los recuerdos, los rostros, los nombres, el dolor. Ninguna sentencia puede igualar ese castigo. Ninguna prisión encierra más que una conciencia rota.

Este artículo no pretende minimizar el dolor de las familias que perdieron a sus seres queridos. Su sufrimiento es incalculable y merecen justicia. Pero la justicia no consiste únicamente en castigar; también implica comprender la responsabilidad estructural de un sistema que falla en lo más esencial: proteger la vida. Y cuando el sistema falla, no basta con señalar al último eslabón de la cadena.

Es urgente repensar este enfoque. Porque, mientras no lo hagamos, seguiremos permitiendo que tragedias como esta se repitan. Y, lo que es peor, seguiremos castigando a quienes no hicieron más que seguir trabajando para sobrevivir, con el aval —o la dejadez— de quienes tenían la obligación de cuidar de ellos y de todos nosotros.