El sino de don Álvaro

OPINIÓN

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz.
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. J.J. Guillén | EFE

06 dic 2025 . Actualizado a las 09:37 h.

Recién cumplidos los tiernos diez años comenzó mi exilio madrileño. La marcha desde el pueblo asturiano donde crecía felizmente me produjo una profunda sensación de desarraigo que todavía hoy no he superado del todo. A veces lo resuelvo pensando que en aquellos años sesenta fueron miles los niños que como yo abandonaron su lugar de origen con sus padres en busca de mejores expectativas vitales.

Supongo que también a ellos decirle adiós al escenario de su existencia les exigiría durante los primeros meses un esfuerzo de adaptación lastimoso. Pero un buen día, ayudado por el instinto de supervivencia y el ánimo de dos aspirantes a ser mis mejores amigos, fui comprendiendo que estrenar una nueva vida en Madrid no debería hacerme sentir confinado entre las vallas electrificadas de un penal. Estaba exagerando, como no tardaron en confirmar mis primeros destellos de madurez. Ese lúcido reconocimiento explicó que, no mucho después, el rechazo a esta ciudad se fuera convirtiendo en la honesta aceptación de que la deuda contraída con ella por acogerme sin pagar peaje nunca la podría pagar. Madrid de mis amores, Asturias de mis raíces.

En el cerebro conviven amistosamente las dosmsensaciones. Se dice que uno es de donde se hace, no de donde nace. Sí y no. Pero que los asturianos tenemos un excesivo sentido telúrico no fue una frase lapidaria de un político asturiano, es una realidad que se constata cuando uno se encuentra por estas tierras de aquí con alguien de por allí: de pronto siente a ese desconocido como a un íntimo de siempre, casi como a un familiar recuperado en la memoria.

En aquella primera mitad de los sesenta en que se produjo mi destierro estaban de moda las películas que los adolescentes llamábamos «de abogados», el calificativo de cine negro todavía lo ignorábamos porque el cerebro seguía siendo blanco. Si entre ellas tuviera que elegir la que mayor impacto me había producido citaría sin duda «Matar a un ruiseñor», magnífica traslación al cine de la magnífica novela de Harper Lee, protagonizada por el no menos magnífico Gregory Peck, actor singular cuyo porte imponente era tan admirado por las mujeres como por los hombres su aplomo y elegancia.

Interpretaba el heroico papel de Atticus Finch, un correoso letrado empeñado en impedir en la racista Alabama el linchamiento de un hombre negro acusado de violar a una mujer blanca. El juicio denigraba los más elementales preceptos de la justicia, hasta el punto de hacer pensar que finalmente el pobre Tom Robinson no se libraría de la silla eléctrica. Pero Atticus, crecido como un gigante ante la unánime adversidad, ignoró la coacción, se apuntaló en su verbo templado mientras iba lanzando como dardos argumentos demoledores, y fue haciendo cambiar de opinión al efervescente jurado popular, sediento de sangre negra.

No hay en estas fechas prenavideñas conversación alguna que no incluya a AGOrtiz, Las últimas investigaciones sobre la prolongada sobremesa (¿o fue sobre cama?) del perverso Mazón y la bella Maribel, y hasta las emociones con el omnipresente fútbol, han pasado momentáneamente a segundo plano. Pero este don Álvaro que acapara los focos no es precisamente el de la fuerza del sino ideado por el Duque de Rivas, sino el que se ha visto obligado a exponerse al sí o el no del Supremo para terminar tristemente condenado, al contrario que el tembloroso Robinson.

Mientras unos lo califican de hombre inocente perseguido por la arbitrariedad de la justicia, otros, provistos de amplificador, celebran la herida que a través suyo le están abriendo al gobierno en la línea de flotación, pues no es precisamente un cargo de segunda clase el que corresponde a la fiscalía general del Estado. Me cuesta opinar sobre este culebrón, pertenezco a esa minoría ignorante que se considera incapaz de ofrecer una opinión sensata en casos como este en que tal vez ni hemos llegado a saber la cuarta parte de la realidad.

La mayoría de los españoles, desde el más iletrado hasta el más culto, son expertos juristas que argumentan sin rubor con el mayor conocimiento de causa posible y se envanecen al emitir con solemnidad su particular sentencia. Sin ir más lejos, el calificativo inconstitucional se emplea a granel cuando una resolución política desagrada y quien la rechaza necesita desahogarse vociferando.

Otro segundo grupo de opinadores tiene suficiente sapiencia sobre los vericuetos informáticos y las telarañas de la telefonía móvil para establecer sin género de dudas si el borrado de don Álvaro en su celular se produjo efectivamente. Al principio se decía que cualquier persona, por elevado que sea su rango en la judicatura, tiene derecho a utilizar todas las posibilidades de su móvil según le plazca, ahora parece que esa seguridad ya no es tan absoluta y se acepta la necesidad de imponer ciertas limitaciones.

Lo que nadie puso nunca en duda fue que si el afectado por las supuestas triquiñuelas de don Álvaro no fuera el repelente novio de Ayuso, todo este ovillo de hilos envenenados no se hubiera devanado. Como tampoco se duda de que don Álvaro, haya sido o no desfavorable el sino con su causa, no es precisamente un ruiseñor que vuela de rama en rama trinando su canto melodioso. Más bien tiene algo de gatuna su expresión, rematada por la boca fruncida de quien carece de dentadura, y unos ojos perplejos que no quieren transmitir nada, no vaya a ser que exterioricen el secreto del sumario.

No sé si algo así referiría Jabois (Yabuá, en francés gallego) en su artículo de El País titulado «Te necesitamos a tope». Al principio pensé que el título original sería «Te necesitamos a tope, madre superiora, no nos dejes, porfa», pero al darme cuenta de que esa ampliación del título era un capricho de mi imaginación, me abstuve de ponerme a leerlo, en el colegio de las dominicas de mi pueblo aprendí yo a leer y escribir y luego a dejarme de ñoñerías y cursiladas merengadas.

Enciende uno el televisor, hojea la prensa y tampoco hay político que no ofrezca la mayor contundencia posible en su particular interpretación de la sentencia. Casi se les oyen las voces desgañitadas, la inflamación verbal está desbocada, sin freno, y la gestualidad exhibe el deseo de empezar esta batalla que consideran definitiva. Los insultos y descalificaciones no tienen limite, hasta los calvos se han soltado el moño y la poca prudencia que les quedaba se ha escurrido por el sumidero mezclada con chulería. «España, aparta de mí este cáliz», escribió desde el corazón el poeta peruano Cesar Vallejo en plena guerra civil, pero no podía sospechar que la evangélica plegaria tendría sentido casi un siglo después.

Nuestro antes se enrosca en si mismo y se transforma en el ahora retorciéndose en mil volutas para evidenciar que mucho de lo que hemos crecido desde entonces se puede poner en solfa. De una forma nada velada el gobierno invoca al Tribunal Constitucional, diciéndole a la oposición sin decir: «Ahí os esperamos con las guadañas preparadas, malandrines». Sabe Sánchez, como todos nosotros sabemos, que en ese ámbito inaccesible al populacho que es la justicia con mayúsculas, goza su partido de la mayoría suficiente para corregir sentencias de tribunales de menor rango.

Así que esto nuestro, amigo español, es una farsa, la diosa justicia se inclina a estribor o a babor a merced de la ideología del timonel. Que Sánchez cree o no en la inocencia del ruiseñor es indiferente. Faltaría más. Y también faltaría más que en su caso Feijóo no dijera lo mismo. Nos tienen acostumbrados a estos desafíos cuando uno de los suyos cae en pecado y es descubierto en pleno renuncio, bien manipulando el móvil o traficando con mascarillas. La perorata es siempre la misma: «Fulanito no tiene obligación de dimitir, esperemos a ver qué dice la justicia de esta asquerosa injuria».

AGOrtiz no es el ruiseñor Tom Robinson ni su defensor Sánchez es Atticus Finch, la feliz absolución con que concluye la película en este otro caso no fue posible. La justicia, como en otros aspectos de la vida, se invoca con solemnidad genuflexa cuando nos satisface y se critica si se opone a nuestros intereses. Pero el intento descarado de desprestigiar al Supremo no debe ser admisible en una democracia, si los pilares se agrietan el edificio se viene abajo.

Personalmente, poco me preocupa el futuro del fiscal, de hambre no se morirá, sin embargo cuesta trabajo aceptar que en esta turbia historia no tuvo nada que ver. Ahora dimite muy digno, pero solo cuando la sentencia le ha anulado la legitimidad de seguir en el cargo. Desde siempre, mientras la justicia no mande a unos y otros a la cárcel, venimos comprobando resignados que duran y duran en el sillón como las pilas de Duracell.