Trauma de lesa humanidad

OPINIÓN

Un grupo de niños huyen entre los escombros y el polvo tras un ataque israelí en la Ciudad de Gaza
Un grupo de niños huyen entre los escombros y el polvo tras un ataque israelí en la Ciudad de Gaza Mahmoud Issa | REUTERS

10 dic 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

En el último cuarto del siglo XIX nacieron dos niños en sendos países a casi tres mil kilómetros de distancia, que nunca se conocieron personalmente pero que, siendo adultos, querían no solo aniquilarse mutuamente, sino ejercer una violencia brutal contra los compatriotas del otro. Importa señalar que tuvieron algo importante en común que, probablemente, marcó sus vidas para siempre: una infancia traumática.

Ambos tenían un padre borracho y violento que les propinaban palizas casi a diario. El sufrimiento no dejó de acompañarles en su juventud; mientras uno fracasaba en los estudios y veía frustradas sus aspiraciones hasta acomplejarse, el otro se batía frecuentemente en peleas callejeras convirtiendo la violencia en una forma de relacionarse. Desde luego, no eran las condiciones propicias para forjar un carácter apacible y mesurado. Mucho menos para convertirse en líderes de sus respectivos países. Sus experiencias traumáticas contribuyeron a su posterior enajenación, y a conductas perturbadas que provocaron un sufrimiento mundial espantoso. Estos niños se llamaban Adolf e Iósif.

Son casos extremos de personas traumatizadas y enajenadas, pero con habilidades que les permitieron medrar políticamente hasta alcanzar un poder como para decidir sobre la vida y la muerte de millones de personas. No fueron los primeros con esa trayectoria vital y, por lo que estamos viendo, no serán los últimos.

Pero para que esos casos extremos llegaran a donde llegaron, necesitaron un contexto de precariedad e incertidumbre, y la connivencia de muchas personas que, tal vez, no tuvieran un pasado tan penoso, pero que justificaron, de alguna manera visceral dado el contexto, la utilización de una violencia inhumana contra otras personas.

Como expliqué en un artículo anterior, la investigación relaciona una infancia traumática y carencias afectivas y/o materiales, con perturbación del desarrollo cognitivo y psico-afectivo. Altera el desarrollo de mecanismos neurales que no solo inhiben la violencia (no defensiva), sino que se encargan de prever las consecuencias de nuestros actos; una combinación de funciones cuyo deterioro puede resultar muy peligroso, como hemos tenido la desgracia de comprobar.

Desde un punto de vista evolutivo, y como especie social e interdependiente que somos, en un contexto de crianza normal, se configuran una serie de frenos psicobiológicos que inhiben la conducta violenta. No solo física, es decir, evitamos hacer daño, en todos los sentidos, salvo en casos defensivos.

Peter A. Levine, doctor en biofísica médica y psicología norteamericano, con décadas de investigación en trauma, nos explica que en un entorno «sano», los bebés nacen con un complejo conjunto de percepciones, sentimientos y conductas, seleccionado evolutivamente para facilitar la exploración, la creación de vínculos y, más adelante, unas conductas sociales que favorezcan el bienestar psicológico y social y, en última instancia, la maximización de posibilidades de supervivencia de la especie. En cambio, en contextos desfavorables, con estrés y trauma, el desarrollo de estas conductas se ve mermado. Se pasa de la exploración y la creación de vínculos, a la inhibición y a conductas de miedo y evasión. «Cuando se convierten en adolescentes y jóvenes adultos, serán menos sociales y más propensos a la violencia. La exploración y la creación de vínculos sanos parecen ser antídotos que mitigan la violencia y el desorden».

Por otra parte, investigaciones antropológicas sobre el efecto de la crianza en la conducta violenta en sociedades aborígenes indican que aquellas que practican un vínculo social estrecho tienen una menor incidencia de episodios de violencia. Mientras que las sociedades con un contacto físico escaso y/o punitivo con sus hijos mostraban una clara tendencia a la violencia en forma de guerra, violación y tortura.

Volviendo a Levine: «Los niños asimilan la forma en que sus padres se relacionan entre sí y con el mundo, a una edad muy temprana. Cuando los padres sufren un trauma, les cuesta enseñar a sus hijos un sentido básico de la confianza. Sin el recurso de la confianza, los niños son más vulnerables al trauma».

Desde la Revolución industrial y a largo del siglo XX las pautas de crianza han cambiado significativamente. El aumento del tiempo de trabajo —no individual, sino familiar—, de la precariedad y la incertidumbre, incrementa la presión para la supervivencia. La cantidad y la calidad del tiempo que pasamos con nuestras criaturas se empobrece, así como el vínculo que establecemos con ellas, afectando a su desarrollo psico-afectivo. Favoreciendo, así, el aumento de la desconfianza, la discriminación, el abuso y la violencia.

Partiendo del hecho de que la conducta individual y social son sistemas complejos, determinados por múltiples factores, podemos considerar ciertas claves importantes en el aumento de la conducta violenta y, por tanto, del sufrimiento humano. Por ejemplo, las condiciones materiales, que, como estamos viendo, inciden dramáticamente en la reproducción humana; no solo en la tasa de natalidad, sino en la calidad de la crianza. Entonces, las sociedades que tienden a la desigualdad económica, sometidas, consecuentemente, a la incertidumbre de la precarización, con menor inhibición de la violencia y mayor desconfianza frente a los demás ¿hacia dónde se dirigen?

¿Acaso estamos viviendo una versión tecnoasistida de los infames autoritarismos que condujeron a las atrocidades del siglo XX?

¿Tienen los poderes fácticos que determinan el rumbo económico de estas sociedades algún interés en este (des)orden de cosas? A sociedades revueltas ¿ganancia de acaparadores? Follow the money!