Con toda probabilidad, cuando Jane Austen publicó en el siglo XIX su novela Sentido y sensibilidad, no imaginó que sus protagonistas nos servirían unos cuantos años y un par de revoluciones después para reflexionar sobre cómo encarar el futuro desarrollo de la inteligencia artificial. La novela explora temas como el amor, el matrimonio, la posición social o la economía de la Inglaterra de la época a través de dos hermanas con dos formas diferentes de ver la vida. Elinor representa el sentido, la moderación y el autocontrol, mientras que Marianne refleja la sensibilidad, la pasión, la espontaneidad y la expresión abierta de las emociones. Austen critica la hipocresía social de la época y muestra cómo el equilibrio entre razón y emoción es clave para la felicidad y la supervivencia en un mundo lleno de restricciones.
El progreso tecnológico, como la vida, también depende del enfoque que adoptemos, y su éxito requiere, en mi opinión, un equilibrio similar: innovación con responsabilidad, eficiencia con ética, autonomía con colaboración. La IA del futuro debería integrar la prudencia de Elinor con la humanidad de Marianne, siempre dentro de un marco sostenible y soberano. Ambas visiones no solo no son opuestas, sino que se necesitan.
Hablamos mucho, quizá demasiado, del enorme potencial de la IA, de si estamos cerca o lejos de la inteligencia artificial general, de qué modelos nuevos aparecen cada mes o de si llegarán a «pensar» como nosotros. Pero hablamos muy poco, quizá demasiado poco, de algo aún más importante: qué queremos que haga la IA. El debate está demasiado condicionado por los relatos dominantes. El de Estados Unidos, con su impulso expansivo de hacerlo todo y hacerlo rápido, casi sin reglas, en una metáfora perfecta de la conquista del Oeste. El de la Unión Europea, centrado en la ética y el servicio a las personas. O el de China, con una visión de la utilidad y la función social de la IA muy distinta de las dos anteriores. Hablar del cómo es absolutamente imprescindible. Pero también debemos hablar del qué. Qué queremos que haga la IA, y qué aporta realmente a las personas y a la sociedad. Si no hacemos esta reflexión corremos el riesgo de avanzar muy rápido, pero quizás en la dirección equivocada. Esa es la primera «s» con la que debemos escribir la IA, con «s» de sentido.
La segunda «s» es la sostenibilidad, que no se limita al consumo energético del que ya les hablé en un artículo anterior. La sostenibilidad de la IA es ambiental, pero también social y económica: una sostenibilidad 360 grados. La nube no es una metáfora, es un conjunto de centros de datos que ocupan terreno, consumen energía y agua, y requieren materiales escasos. Entrenar y ejecutar los algoritmos tiene un coste computacional, que se puede traducir en equivalencia a toneladas de CO2 arrojadas a la atmósfera. Si no somos cuidadosos, y pensamos en esta «s» de sostenibilidad desde el principio, corremos el riesgo de repetir los mismos problemas de la revolución industrial: agotamiento de recursos, contaminación, desigualdades… solo que esta vez no lo veremos solamente en humo, falta de agua y cambio climático, sino también en cadenas de suministro globales, en infraestructuras invisibles, en desigualdades crecientes en el acceso a la tecnología, en dependencia tecnológica.
Y aquí llega la tercera «s», la de soberanía tecnológica. Los algoritmos no son neutros. Alguien decide qué modelos construir, con qué datos entrenarlos, qué objetivos priorizar y qué riesgos asumir. Estas decisiones incorporan intereses económicos y valores culturales. Un algoritmo puede tener tanta influencia cultural como una película de Hollywood: puede ser brillante, pero no deja de reflejar un punto de vista particular, que puede no coincidir con los valores de otras sociedades. Y si queremos que la IA refleje nuestros valores, y no solo los de otros, necesitamos capacidad para diseñarla y desarrollarla.
Hace poco más de 25 años, la riqueza de un país se medía en acero o petróleo. Hoy en día se mide en datos, chips, capacidad de cómputo, algoritmos disruptivos. Quien los atesora se convierte en dueño de la riqueza. Y también en dueño de qué entendemos por sentido, qué importancia tiene la sostenibilidad en el esquema, y quien conserva la soberanía tecnológica. Zonas como EE.UU. o China tienen el poder de sus importantes inversiones, públicas y privadas, y de sus grandes poblaciones, mucho más homogéneas que las nuestras en Europa. No podemos competir si estamos divididos, la fragmentación es una debilidad, pero la diversidad es una fuente de riqueza.
Por eso, si queremos una IA que realmente mejore nuestras vidas, que mantenga nuestro entorno y refleje nuestros valores, necesitamos estas tres «s»: sentido para definir qué futuro queremos, sostenibilidad para que ese futuro sea posible y soberanía para que no lo decidan otros por nosotros. Como intuía Austen, la clave está en el equilibrio: una tecnología que piense como Elinor, pero que no olvide sentir como Marianne. Una inteligencia artificial con tres s.
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