El PSOE se inspira en Francia para la transición energética hacia una Asturias sin carbón

Raúl Álvarez REDACCIÓN

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PACO RODRÍGUEZ

El Gobierno galo ofrece ayudas y firma unos contratos concretos y evaluables a las comarcas donde cierran minas, térmicas o nucleares. Las metas son renovar el tejido económico, crear empleos y abrir industrias limpias

01 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Aún están vivos los litigios entre Asturias y el Gobierno central por los fondos mineros que el boli rojo del ministro Montoro retuvo apenas instalado el PP en el Gobierno a principios del 2012. El regreso del PSOE al poder puede facilitar acuerdos sobre esos facturas pendientes de cobro, pero no va a devolver la vitalidad a las ayudas que han financiado obras, proyectos empresariales y cursos de formación en las cuencas del Nalón, el Caudal y el Narcea desde los años 90. Los planes del nuevo Ejecutivo de Pedro Sánchez van por otros caminos y el Ministerio para la Transición Ecológica encomendado a Teresa Ribera, como sugiere ya desde su nombre, no está ahí para salvar el carbón ni la actividad de las centrales térmicas. El gabinete mira ahora a Francia y a su modelo para descarbonizar y desnuclearizar la economía, plasmado en una ley del 2015 y acelerado desde finales del 2017 por Emmanuel Macron. Lo que interesa a los socialistas españoles para contener el impacto laboral, social y económico del desmantelamiento del carbón son los contratos de transición ecológica que el país vecino ofrece para poner al día su tejido productivo a las comarcas donde se produzcan cierres de centrales térmicas o nucleares.

De forma experimental, según las informaciones publicadas por el Gobierno francés en la web oficial de su Ministerio de la Transición Ecológica y Solidaria, esos nuevos contratos se experimentarán durante el 2018 en 20 comarcas distintas. El primero se firmó a finales de abril en la ciudad de Arras, situada en el departamento de Pas-de-Calais, al norte del país, cerca de la frontera belga, en un enclave de tradición industrial y presente incierto. El carbón, en todo caso, no es la principal preocupación en Francia, donde su participación en el mix energético ya es residual. Menos de un 1% de la electricidad producida en el país vecino sale de las centrales térmicas, mientras que en España ese porcentaje pasa del 17%. Solo quedan cuatro por desmantelar. Los gobiernos de François Hollande habían decidido su cierre a finales del 2023, pero Macron ha preferido acortar el plazo y lo ha adelantado al 31 de diciembre del 2021. El grueso del esfuerzo francés se centrará en poner fin a su tradicional confianza en la energía nuclear y en su sustitución por formas renovables, limpias y menos peligrosas de abastecer de luz a la industria y los hogares.

En Asturias funcionan cuatro de las 15 centrales térmicas aún abiertas en España. Son las de Lada, en Langreo; Aboño, en Gijón; Soto de Ribera, en Ribera de Arriba; y Soto de la Barca, en Tineo. Iberdrola ya ha anunciado su intención de cerrar Lada, para gran escándalo político, sindical y ciudadano en la comarca. Las empresas que gestionan las otras tres tampoco tienen claro su futuro. Si ejecutan las inversiones necesarias para que cumplan la nueva normativa ambiental europea, mucho más estricta, que entrará en vigor en el 2020, consideran que dejarán de ser rentables. El fin de las ayudas públicas a las explotaciones deficitarias tampoco augura nada bueno para los últimos pozos de carbón de Hunosa, amenazados de clausura al final de este año. El nuevo ministerio, sin embargo, no parece inclinarse hacia la salvación del sector. Prescindir de las térmicas supone librarse de golpe de la fuente de emisión del 14% del CO2, el principal gas con efecto invernadero, que genera España. 

Diferencias con los fondos mineros

La condena al carbón, sin embargo, es una fuente potencial de desacuerdos entre el PSOE federal y la organización asturiana del partido, comprometida con la defensa de una forma de vida y de unos territorios de los que tradicionalmente ha recibido fuerza, militancia y votos. Y ahí es donde los contratos de transición ecológica podrían entrar en juego como amortiguadores del impacto económico y social de la medida en unos concejos que nunca han superado por completo el inicio de su declive industrial y laboral a finales de los años 80. Si el modelo francés, explicado y defendido ante autoridades y periodistas españoles en un acto organizado a principios de febrero por la Embajada gala en Madrid, se sigue de cerca y se adopta sin diluciones, no se tratará, sin embargo, de unos fondos mineros bis.

En Francia, la adscripción a la transición ecológica es voluntaria pero, una vez escogida, obliga a los territorios que deciden adoptarla a cambiar todo su modelo productivo y a cumplir los objetivos locales fijados en un plan nacional contra el cambio climático que, a su vez, refleja los compromisos internacionales del país para reducir sus emisiones contaminantes. Los contratos recuerdan a los fondos mineros en que están pensados para implicar en ellos a todos los agentes de una comarca: ayuntamientos, otras administraciones públicas, sindicatos, empresarios y, en general, a todos los vecinos. A todos ellos se les invita a elaborar los ejes fundamentales de cada actuación. Se permite elegir en qué concentrar los esfuerzos entre un menú de objetivos capaces de remodelar su tejido productivo: apuesta por las energías renovables y la eficiencia energética, implantación de una economía circular para reducir tanto el uso de materias primas como la generación de desechos, movilidad, nuevos usos agrarios y rurales o trabajo por la biodiversidad, entre otros.

Si a los fondos mineros se les ha reprochado en ocasiones su dispersión y su falta de resultados tangibles en los concejos que los recibían, el plan francés obliga a evaluar periódicamente y a contrastar con criterios objetivos los resultados que alcance cada contrato, individualizado y elaborado a medida para un territorio bien definido y concreto. El ministerio resume en la fórmula tres meses, tres años, tres décadas las distintas fases de su aplicación. El primer periodo es el plazo que se da para los debates y la elaboración de los planes. El segundo corresponde al tiempo de su aplicación y puesta en práctica: es el momento en que deben cumplirse los objetivos concretos y cuantificados que se fija cada comarca. El Estado se compromete a apoyarlos y financiarlos pero exige resultados medidos en toneladas de CO2 que dejan de emitirse a la atmósfera, el número de empleos creados o los metros cuadrados de superficie dedicada a un uso renovado, entre otros indicadores. El plazo más largo corresponde al periodo de tiempo mínimo en que las medidas adoptadas deben tener un efecto beneficioso para los pueblos y las ciudades donde se apliquen. Cuando el futuro de una actividad se mide en meses, planificar a 30 años vista ayuda a pensar en un futuro.