El drama de las asistentas gallegas: «Me echaron cuando mis hijos cogieron el covid, después de 6 años trabajando en esa casa»

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MARCOS MÍGUEZ

Se dejan la piel cuidando niños y ancianos, planchando, cocinando, limpiando... con horarios abusivos que no les permiten estar enfermas. No salen en Netflix, pero sus historias son duras como las de la serie «La asistenta». Reclaman un trato digno y derecho a paro

07 nov 2021 . Actualizado a las 11:32 h.

Hace casi diez años Belkis abandonó la República Dominicana buscando «Visa para un sueño», como dice la canción de Juan Luis Guerra. Allí dejó a su madre, pero también a sus tres hijos, con la esperanza de regalarles un futuro mejor en poco tiempo. Después de haber cursado en su país dos años de Bioanálisis, su única opción de trabajo cuando puso un pie en A Coruña era ofrecerse como interna en una casa para desempeñar las tareas del hogar y el cuidado de los hijos de una familia. Así fue. Durante dos años estuvo contratada, con todos los papeles en regla, al servicio de un matrimonio con dos niños, de 9 y 6 años entonces, y en ese hogar trabajó con el horizonte puesto en un solo objetivo: traer en cuanto pudiera a sus hijos.

«La familia se portó muy bien conmigo, pero para mí fue duro, lloré mucho por la distancia, estaba sola, echaba mucho de menos a mis hijos...», dice Belkis, que entraba a las 8 de la mañana del lunes y salía el sábado a las 14.00. Durante la jornada diaria, tenía dos horas de descanso, dormía en esa vivienda y el resto del día lo dedicaba a limpiar, cocinar, comprar y cuidar a esos niños.

Al cabo de casi dos años, consiguió traerse a su hija mayor, de 12, a A Coruña, y cuando parecía que la vida le empezaba a sonreír un poco, la familia donde trabajaba le contó que se trasladaba de ciudad. «Me avisaron un mes antes, se portaron muy bien, y a través de un contacto me salió empleo con otra familia», cuenta Belkis.

Como las asistentas y cuidadoras de niños o ancianos no tienen derecho a paro, ella no podía pensar en verse un solo día sin forma de ganarse el pan. Llegó entonces a otra familia, también con dos niños pequeños, de 4 y 7 años, donde fue contratada para cuidarlos y desempeñar todas las tareas domésticas desde las 3 de la tarde a las 9 de la noche. «Estuve así un tiempo, pero al cabo de dos años me dijeron si podía ampliar el horario —apunta Belkis— y pasé a trabajar de 8 de la mañana a 8.30 de la tarde, de lunes a viernes sin descanso». ¿Qué hacías en toda esa larga jornada? «De todo, de todo, de todo —insiste—: les preparaba el desayuno, hacía parte de la limpieza de la casa, salía a la compra, cocinaba, seguía con la limpieza, después iba a recoger a los niños al colegio en el autobús urbano, volvía con ellos, les hacía la merienda, planchaba, les ayudaba con los deberes, luego los duchaba, les hacía la cena, ponía el lavavajillas y me iba cuando ya los niños estaban listos para ir a la cama».

Por ese trabajo sin descanso, de lunes a viernes, Belkis cobraba al mes 830 euros. Nunca recibió una paga extra ni un aguinaldo de Navidad. Así trabajaba a destajo, sin la posibilidad de ponerse enferma porque, como explica, sabía que esa casa dependía de ella: «Era una cadena, mis jefes trabajaban y si yo faltaba, era un problema».

MARCOS MÍGUEZ

NI DINERO PARA UN TAXI

Belkis consigue traer en esos años a sus otros dos hijos de la República Dominicana y así se va apañando, sobreviviendo, sin apenas verlos. «Mis jefes hay sábados que salen y me piden que me quede con los niños como canguro y lo hago muchas veces, y también iba a cocinarles para cenas con amigos», cuenta Belkis. ¿Te pagaban aparte esas horas? «Nunca», responde. «Sí me pagaban los sábados o domingos cuando yo les limpiaba su oficina», «pero si algún día de la semana, por problemas de su agenda, no podían llegar a casa a las 8.30 y yo me tenía que quedar con los niños hasta las 11 o así, en ese caso jamás me dieron dinero para un taxi». ¿Cómo aguantas?, le pregunto, ¿no pensaste en buscar otra casa? «La necesidad tiene cara de hereje, como dicen en mi país. Tenía miedo de quedarme sin trabajo, necesitaba el dinero para sacar adelante a mis hijos y, aunque todo el mundo me decía que era un abuso, con el miedo no reaccionas».

Mientras Belkis está fuera de su casa, es su hija mayor, de 14 años, la que se pone al frente de la suya. Atiende a sus hermanos pequeños, los lleva al cole, ella también va al instituto, les prepara la comida, limpia, les hace la cena y se encarga de todo mientras su madre trabaja y trabaja a destajo. A Belkis se le pone un nudo en la garganta cuando recuerda ese tiempo en el que ella en lugar de cuidar a sus hijos, cuidaba a los de otra mujer con todo el amor: «Yo los quería como hijos míos, los peinaba, los bañaba, les daba de comer, ¡hasta los llevaba al médico muchas veces! Me acuerdo de que con los deberes me preguntaban dudas en inglés y yo, para ayudarlos, ¡miraba en Google!, hacía lo que podía... Si hasta mi jefa me mandaba las recetas por WhatsApp y yo me las tenía que ingeniar mirando vídeos para tenerlas listas luego».

Belkis ha aprendido a golpes, y uno de los más duros se lo llevó el verano de la pandemia. «Yo nunca podía coger vacaciones cuando yo quería, me iban dando días en función de cuando mis jefes las cogían, pero a final de curso siempre me mandaban ir con los niños y una abuela a un pueblo de Ourense durante 15 días». Eso no estaba firmado en ningún contrato, claro, pero por temor, Belkis seguía aguantando una situación laboral de abuso que no le permitía ver a sus hijos y le cambiaba de pronto las condiciones. Por supuesto, por el mismo precio.

«Estando trabajando en esa zona de Ourense me entero de que mi hermana, mis sobrinos y mis tres hijos tienen covid, así que mis niños no tienen manera de que alguien les eche una mano porque están todos en cuarentena. Le cuento lo que sucede a mi jefe y él me responde: ‘Si te vas, tendré que buscar a otra chica’. No me lo pensé, le di las llaves de su casa y me fui. Siempre creyendo —indica Belkis— que me llamarían». Pero hasta hoy. «Lo siguiente que recibí fue un mensaje de la Seguridad Social diciéndome que me habían dado de baja, y ahí me enteré de que solo me habían dado de alta por cuatro horas al día cuando trabajaba de sol a sol».

En ese momento empezó el calvario de Belkis. «Me quedé con una mano delante y otra detrás, con tres hijos, un piso por pagar... Sin nada. ¡Y en plena pandemia! Me denegaron la Risga porque tenía al padre de mis hijos empadronado en mi casa y él trabajaba, tampoco me concedieron el ingreso mínimo, me vi desesperada, el Concello me ayudó a saldar la deuda del alquiler del piso, de 1.350 euros, porque debía cinco meses. El resto lo pagó el padre de mis hijos». Para llevarles a sus hijos comida a la boca, sobrevivió con una tarjeta de la Cruz Roja.

Pasado ese larguísimo tiempo de angustia, Belkis, que por fin ha encontrado otro empleo, solo tiene una reclamación: «Si tuviéramos derecho a paro, otro gallo cantaría, porque las asistentas y las cuidadoras hacemos un trabajo de mil amores, sin fallar un día, a veces enfermas, porque sabemos de qué va la vida. Deberían ayudarnos y darnos nuestra dignidad». ¿Y sabes lo peor de todo? «Que yo a esos niños los quería y no he vuelto a saber de ellos, yo los he criado y cuando pasa esto se te rompe el corazón».

 

Dolores: «Trabajé 22 horas al día cuidando a dos personas mayores»

XOAN CARLOS GIL

Dolores es una curranta. Ese es el adjetivo que mejor la define. Ha trabajado desde los 17 años y nunca ha desaprovechado una oportunidad laboral. «He sido peón de construcción, peón de jardinería, trabajé en hostelería, en comercio, y de auxiliar sociosanitario desde el 95», explica. Pero, a pesar de esta dilatada experiencia profesional y de que lleva casi 30 años cuidando a personas y realizando trabajos de empleada de hogar, tan solo tiene 12 años cotizados. La razón es simple. Sus empleadores cotizan por lo mínimo en la Seguridad Social, aun cuando ha estado de interna, trabajando todo el día y también de noche: «Últimamente trabajaba 22 horas al día. Me levantaba a las ocho de la mañana, empezaba dando medicación, luego me ponía con dos personas a ducharlas, vestirlas, arreglar la casa, ocuparme de ellas. Y cuando acababa a las diez de la noche con la cena, tenía que esperar a las doce para meterlos en cama porque era la hora a la que querían acostarse. Solo por la tarde salía dos horas y media a dar una vuelta y nada más», explica mientras reconoce que el trabajo nocturno también tiene su complejidad: «Tengo que estar pendiente de si se levantan de la cama, si se caen... Al final estás trabajando 22 horas porque no duermes. Tienes que estar con un ojo abierto y el otro cerrado». Y así de lunes a viernes. A pesar de ello, dice sentirse afortunada porque en muchos de los trabajos que ha tenido la han dado de alta. «En algunos sí, pero en otros he trabajado sin Seguridad Social. En este último solo me aseguraban cuatro horas. [...] He tenido muchísima suerte de dar con gente encantadora y que me han pagado la Seguridad Social, pero siempre están (diciendo) que tantas horas... Intentan escaquearse todo lo que pueden».

 Un desacuerdo salarial en su último empleo —Dolores reclamaba un sueldo de 1.125 euros (el estipulado por 40 horas semanales), pero sin que le prorratearan las pagas extras—, hizo que se quedara sin trabajo: «Quedamos en que me lo iba a pensar. Y que, por supuesto, que no los iba a dejar colgados, que antes de irme se lo diría con tiempo para que cogieran a otra persona. El fin de semana me lo pensé y me dije: ‘Tal y como están los trabajos y dentro de lo que hay, cobro casi 900 euros netos (sin las pagas prorrateadas), me voy a quedar y a ver si encuentro algo mientras’», añade. «Pero cuando llegué ya no me dieron la oportunidad. Me dijeron que aunque me quedara, sabían que tarde o temprano me iba a ir, que ese fin de semana ya habían buscado a otra chica y que la cosa ya estaba hecha, aunque estaban muy contentos conmigo».

Fue así como se quedó sin empleo y sin derecho a cobrar el paro. La mala suerte hizo que un autobús la golpease días más tarde y le rompiese los dedos de la mano, por lo que ahora no puede trabajar hasta dentro de un par de meses. Así lleva desde agosto: «No tengo derecho a nada. No cobro nada desde el 1 de agosto. Menos mal que mi hijo trabaja y es él el que me va dando para tomar un café, para comprar tabaco, para la compra, para pagar las facturas...Todo me viene denegado porque como trabaja mi hijo ya no me tienen que dar nada. Él tiene obligación de mantenerme. ¡Una mujer que ha currado toda su vida!». Lo único que la anima a seguir es su deseo de llegar a tener una pensión de jubilación dentro de unos años: «Aspiro a cobrar 500 o 600 euros al mes. Cotizando cuatro horas, ¿qué jubilación voy a tener? Pues la mínima. Para poder comer y pagar la luz, prácticamente», dice esta viguesa que, mientras eso no llega, está dispuesta a seguir trabajando con la misma ilusión de siempre.

«Perdí diez kilos en un mes y medio de la angustia que pasé en una casa»

JOSE PARDO

 Cuando Carmen llegó a Galicia desde México, no pensaba quedarse. «El amor me convenció y lo hice», explica. Tenía cargas familiares en su país, por lo que trabajar era urgente. Mientras tramitaba la documentación para obtener el permiso de residencia, no le quedó otra que dedicarse a las tareas del hogar y del cuidado a cambio de sueldos muy bajos. «En una casa limpiaba, atendía a una persona dependiente y a una niña. Todo en el mismo sitio. Mi esposo me dijo un día: ‘¿Estás comiendo?’. Yo decía que sí, pero era mentira, porque no tenía hambre de la angustia. Perdí diez kilos en un mes y medio. Después conseguí otro trabajo cuidando a una persona con alzhéimer y me fue bien. A pesar de no tener la residencia, me pagaban lo que dice la ley. No siempre te va mal», relata Carmen, que posteriormente consiguió arreglar los papeles. Terminó en ese domicilio cuando ingresaron a aquella persona en una residencia, y el hecho de no tener derecho a paro la llevó a buscar rápidamente otro sueldo, esta vez a través de una agencia. «El problema es que abusan de ti. Al que contrata, la agencia le cobra por tenerte interna día y noche 1.700 euros de los cuales nosotras solo cobramos 850. El resto se lo queda la empresa, y muchas veces ni siquiera te tienen asegurada», indica la empleada del hogar, que tuvo que amenazar con denunciar para que le pagasen su dinero cuando la agencia cerró sus puertas sin abonar lo atrasado a las trabajadoras. La dificultad para atender a su propia familia mientras cuida de otras es otro gaje de su oficio: «Tengo tres hijos, uno de ellos con epilepsia. Un sábado a las siete de la mañana, estando interna, me llaman porque se lo encontraron tirado en la calle tras un ataque. Y yo sin poder salir. Mi marido también tiene una minusvalía del 65 %. Soy el sustento de mi casa, no puedo dejar de trabajar».

 Hoy en día forma parte de la Asociación Movilidad Humana en Ferrol, y trabaja en una casa que respeta sus derechos. Solo falta que a nivel judicial se le reconozca el de cobrar el paro. «Es muy importante que estas personas puedan conseguirlo», dice refiriéndose a la limpiadora viguesa que ha logrado llevar su demanda a la Unión Europea, un caso que sigue con esperanza y atención. «Cuando nos quedamos sin trabajo, mientras buscamos otro, ¿cómo resistimos?», se pregunta.