Lucía Be: «Me cuesta asimilar ese papel de viuda de Instagram que se me ha asignado»

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PorPartedelaNovia

Tras el fallecimiento de su pareja, su mundo se vino abajo. Después de un tiempo para redescubrirse, esta emprendedora y madre de cuatro hijos publica «Gracias, vida», un libro inspirador sobre cómo superar las pruebas más duras de la vida

18 may 2022 . Actualizado a las 10:58 h.

Dice que regresa para cerrar un ciclo. Tenía la necesidad de despojarse del personaje de Lucía Be, al que le ha llegado a coger «manía», y a su vez, de escribir un libro. Lucía Benavente es consciente de que la gente estaba esperando una historia, «que les contara lo que había pasado». «En realidad, yo no quería escribir este libro, porque era una cosa muy mía —su marido Miki Naranja falleció en noviembre del 2020 a causa de un tumor cerebral—, y no me apetecía compartirlo con nadie, pero necesitaba contarlo y cerrar ese personaje. Poder decir: ‘Estuvo bien hasta aquí, ahora yo soy esta, que no es que antes no fuera, y cuando me senté a escribir, y a pintar, pintar, pintar, ahí salí yo», dice esta ponferradina que empezó haciendo coronas de flores para sus amigos y acabó creando una empresa que en el 2021 facturó dos millones de euros.

 —«Gracias, vida» es un canto a la vida.

— Escribir este libro ha sido como revivir todo lo que ha sucedido últimamente , y me di cuenta, aunque ya lo sabes, de que la vida, una vez lo puse en Instagram y el algoritmo me eliminó la publicación, es una putada maravillosa. Creo que es justo eso, en medio de todo lo que he vivido me he encontrado a mí misma, he visto el amor en formas que si no hubiera vivido lo que viví, jamás hubiera accedido a ellas. ¿Que me hubiera gustado que hubiera sido de otra manera? Evidentemente, sí. Pero creo que cuando te dejas llevar, cuando aceptas lo que hay, y dices: «Vamos a ver de qué va esto de vivir», descubres que las cosas están bien hechas. Es una forma de darle un poco la vuelta y de dar las gracias, aunque no es un libro de «todo fenomenal, todo pasa por algo», no… Hay mucha crudeza.

 —Siempre hay motivos para seguir bailando.

—Si soy sincera, hubo un tiempo en el que le cogí mucha rabia al personaje de Lucia Be, porque la gente, lo hacemos todos, nos apropiamos de las historias que no nos pertenecen. Uno de mis libros favoritos es El guardián entre el centeno, y una vez leí que Penélope Cruz decía que también era el suyo. Y fue: ‘¿Qué dices? Si ese libro es mío… '. Estaba superindignada, luego me dije: «¿De qué vas?». Y con Lucía Be, yo sentía que la gente se lo estaba adueñando, y que no era yo, y durante un tiempo le cogí manía. Ahora estoy muy tranquila, sí he cerrado la historia, pero sigo entroncándolo con el origen de todo, que es «La vida es una verbena», «Siempre quedan motivos para bailar…». Por eso lo de Gracias, vida. ¿Y qué hacemos ahora? Pues seguir bailando.

 —¿Qué te ha sanado más: la música o las olas?

—No sabría decirte. A lo largo de toda mi vida siempre ha estado la música, para mí tiene un poder brutal. Uno de mis superpoderes es hacer playlists. Tengo una para cuando estoy de bajón, otra que es la de lamerse las heridas, «quiero estar mal y regodearme en mi miseria»; pero para mí el gran descubrimiento han sido las olas. Ha sido el detonante de que si quiero hacer algo, lo hago. Algo muy obvio, pero, a veces, a lo esencial es a lo que más tardamos en llegar. Siempre había querido hacer surf, pero pensaba que no era para mí. Tenemos muchos muros en la cabeza, y de repente un día tuve una revelación: tengo que ser surfista. Y me decía: «¿Tú, surfista de qué?» Pero a la vez esa misma idea loca me tranquilizaba muchísimo, y dije: «Let´s go». Lanzarme a eso me ha hecho derribar un montón de muros no solo en el tema del mar, sino ¿quieres pintar? Pinta. ¿Quieres cantar? Canta.

 —¿Y te lanzaste?

Me encuentro en un momento en el que estoy haciendo un montón de cosas que jamás creí posibles, porque ya tienes una edad y piensas que no te toca esto. Y dices: «¿Por qué no te puedes reinventar después de los 35?». Parece que si no has hecho algo antes de los 20, ya no lo puedes hacer, y a mí el mar me ha conectado de una manera brutal con eso y conmigo misma.

 —En esta nueva etapa estás muy en paz con la vida, sin resentimiento, no cuestionas el por qué a mí, sino que es así y punto. ¿Tú eres así de práctica o hay mucho trabajo para llegar hasta aquí?

—No soy así para nada, tengo mucho fuego dentro, se me pasan rápido las cosas, pero en el momento me cuesta mucho tragar… Cuando han pasado cosas en casa, me he ido a dar un paseo y a chillar al cielo. Me han enfadado mucho las cosas que han pasado, y me he preguntado muchísimo por qué a mí, y me he enredado mucho en ese pensamiento. Si me comparo con los refugiados, estoy en una mejor posición, pero mis amigas tienen vidas mucho más tranquilas. Eso me frustraba muchísimo, y me castigaba muchísimo, y, además, hacía que estuviera peor. Me viene bien ese primer desahogo, de chillar y cabrearme, pero, al final, descubres que la vida no es justa, y a poco que te toque vivir, te encuentras a gente en el mismo hospital que tú, que tiene unos dramas que flipas. Me ha costado tiempo, y me seguirá costando, porque seguramente si mañana mi hijo se pone enfermo o me pasa algo fuerte, no lo llevaré bien, pero sé que es normal y no hay que esconderse… Cuando me ponía así, me decían: «Es que no te tienes que preguntar el porqué, sino para qué…», todo el mundo te viene con sus teorías, y tú dices: «Es que me da igual, ahora quiero gritar». Creo que hay que saber acompañar, y si alguien necesita gritar, déjale que grite, y que rompa cosas.

 —A veces llorar también limpia.

—Claro, de nada vale que le cuentes frasecitas, que para eso entras en Instagram y salen 80 mejores. Encajar las cosas es muy duro, y tenemos que tener mucha paciencia con nosotros mismos, pero al final llega esa paz y esa calma que deja la tormenta. Estoy en paz, pero porque me conozco, y las cosas van pasando y les vas dando una lectura. Si me preguntas hace un año, estaba loquísima…

 —El tiempo es un gran aliado. No borra, pero te enseña a vivir con ello.

—Es otro de mis grandes aprendizajes, eso «el tiempo lo cura todo», no. Yo, a veces, decía: «A mí me sigue doliendo, no lo entiendo», hasta que un día aprendí y dije: «Las heridas están ahí y siguen doliendo, pero aprendes a vivir con ellas». Si miras atrás, obviamente que te hace daño, pero lo ves de otra manera.

 —¿Tener cuatro enanos en casa ha sido tu gran motor?

—Un supermotor, con cuatro niños no te puedes permitir estar filosofando demasiado, tienes que seguir y punto. Yo muchas veces he bramado bastante contra esta realidad, de decir: «Necesito meterme en la cama, y asimilar lo que me está pasando o parar». Hace dos semanas decía: «No puedo más». Estoy currando como una bellaca, y cuando llega el fin de semana estoy con cuatro niños a tope yo sola. Yo les digo: «Es que me quitáis la vida», y es verdad que me la quitan, pero me la devuelven multiplicada por infinito. Estoy muerta, y Nicolás (el pequeño) me dice diez veces al día: «Mamá, eres muy guapa», ¡diez veces!, y si no le contesto, se enfada. Ayer sin ir más lejos. Todo el parque en silencio. Solo por esto, ya te vale la pena todo. Si no, ¿qué?

 —¿Para ellos lo que ha pasado ha sido un aprendizaje o son muy pequeños?

—Son muy pequeños, pero ha sido un aprendizaje, y cada uno lo está asimilando a su manera. Muchas veces protegemos a los niños hasta un extremo que los metemos en cajitas de cristal, y son mucho más fuertes de lo que pensamos. De hecho, cuando pasó lo de Miki, mi primera idea fue pensar: «Yo no cuento nada, y cuando se desvele el pastel, les digo: ‘Ha pasado esto, papá se ha muerto, y ya está'. Pero los psiquiatras y psicólogos oncológicos me aconsejaron que no, que necesitaban despedirse, y saber lo que era morirse, enfrentarse a esa realidad que los adultos siempre les negamos, porque luego los duelos eran más llevaderos.

Hubo un tiempo en el que le cogí rabia a Lucía Be

—Hay que normalizar la muerte.

—Los niños tienen mucha imaginación, si no les explicas, se pueden imaginar cualquier cosa, y la muerte es algo muy de andar por casa, es algo muy normal, y tener la tranquilidad de que han ido, se han despedido de su padre, les hace estar más tranquilos. Y luego hay cosas que se ven como un superdrama desde fuera, y lo son, pero también es verdad que Miki falleció y mamá volvió a casa. Yo llevaba dos años fuera en el hospital con él, y al final, obviamente nadie se alegra por la muerte de nadie, pero las enfermedades oncológicas son muy duras. Para unos niños tener a un padre enfermo y a una madre que no la ven nunca porque está con él metida en el hospital, también es muy duro. Ahora cada uno tiene que asimilar lo que ha pasado, los adultos para eso tenemos muchos resortes, los pequeños, no… Los más pequeños, sin más, pero Juan y Miguel, de 9 y 7 años, muchas veces no saben si están tristes, enfadados, y es mi batalla, ayudarles a vivir ese duelo y que lo hagan bien, que no se guarden nada.

—Dices en el libro: «La vida ya me ha dado todo lo que tenía que darme».

—Cuando vives tantas cosas eres muy consciente de todo, de lo frágil que es la vida, y muchas veces te acecha el miedo, esto puede volver a pasar... De repente un niño tose más de lo normal y a mí se me cruzan 800.000 variables por la cabeza, y a la vez tienes ese pensamiento de «no, a ti a nivel justicia equitativa ya te ha dado lo que tenía que darte», pero en el fondo sigo diciendo: «No es verdad, sé perfectamente que puede pasar de todo, soy muy consciente». Pero una manera de intentar frenar ese miedo es decir: «A mí me ha dado mucho, si ya se te ha muerto un marido, dos hijos han estado en Oncología a punto de palmarla… ya lo tienes cubierto, ya puedes ir tranquila», y no, la vida no va de eso.

 —¿La felicidad está sobrevalorada?

—Creo que sí en el sentido de que nos empeñamos mucho en el «tienes que estar feliz». Sí y no, porque hay que transitar todos los estados. Cuando Miki murió, mi padre, que emocionalmente le cuesta, me dio un abrazo y me dijo: «Ahora a estar feliz», y yo dije: «No, es que yo ahora no quiero estar feliz, porque no me toca, y no porque sea una drama, sino que quiero transitar este dolor». La felicidad es una palabra muy manida. Realmente hablamos de felicidad sin saber muy bien qué es, estamos todo el rato persiguiendo algo, y más que perseguir, tenemos que aceptar lo que hay ahora mismo.

 —¿Estás detrás del perfil más fugaz de la historia de Tinder?

—Igual hay historias más fugaces que la mía. (Risas).

 —¿Cómo te dio por ahí?

—Al final eres viuda, pero sigues viviendo. A mí me cuesta asimilar ese papel de viuda de Instagram que se me ha asignado. La gente tiene esa imagen romántica, y me escriben: «Oh, a través de tus ojos se refleja tu difunto marido»… Pues espero que no, sinceramente. Igual soy muy práctica, pero no me reconozco ahí. O esas frases que te dicen: «Seguirás caminando junto a él hasta el fin de los días…». Pues tía, qué coñazo. No creo que nadie le quisiera más que yo, pero caminar con él en esa manera metafórica, sinceramente no lo veo. Lo de Tinder empezó como un juego. Soy viuda, pero necesitaba explorar otras facetas, y llegó mi hermano, y me dijo: «Mi perfil es el menos visto de la historia, no tengo ningún match». Le dije que me lo enseñara, pero como era de chico no podíamos ver a quién se estaba enfrentando, y le dije: «No te preocupes, me hago uno». En plan de juego, de vamos a ver a los chicos que hay por ahí para hacerte un perfil superpibonaco y que tengas 800 matches, y lo que empezó así, acabó con mi hermano supercabreado. Me dijo: «Tía, te haces esto para ayudarme y tienes una cita antes que yo». Pero para lo que sirvió…