Claves de «La larga noche», tercer episodio de la temporada final. Manténgase este texto fuera del alcance de los que aún no hayan visto este capítulo

¿Queríamos acción? Pues una hora y 20 minutos de acción, que no es doble ración, pero casi. El tercer capítulo de la octava temporada Juego de Tronos es, con algún que otro matiz, todo lo que esperábamos: un episodio desbocado y violento, muy oscuro -literal (se recomienda verlo sin la mínima claridad alrededor) y figuradamente- y épico como pocos: el aplauso apetece como mínimo en tres o cuatro escenas. Es de noche (ya sabemos -lección aprendida- que alberga horrores) y hay alguien esperando fuera: la bulla está asegurada. Pero antes de abrir fuego (y hielo) llega un último y decisivo refuerzo, la sacerdotisa roja, que más vale llegar a tiempo que rondar un año. Bendita la hora: no sabemos qué sería ahora mismo de la humanidad sin las llamas y el vidriagón, pero sobre todo sin las palabras de aliento de esta señora que primero nos devolvió al chico Nieve y ahora pone en marcha todo el engranaje necesario para, directamente, no irnos al cuerno.

11 semanas de rodaje, 750 actores y figurantes, y 15 millones de dólares en producción. Una batalla, el capítulo más largo de Juego de Tronos y la escena de guerra más cara de la historia de la televisión, que no da puntada sin hilo.

Atentos, porque todos y cada uno de sus momentos o bien son épicos (que nos gusta maravillarnos) o capitales. Repasamos las claves:

La profecía de los ojos marrones, azules y verdes. Llegó a Invernalia Melisandre como quien llega cinco minutos tarde por entretenerse frente al tocador. Pero la de los cabellos «del color del cobre pulido» venía directita del exilio, autocastigada lejos para reflexionar sobre sus propios errores: hasta en dos ocasiones se equivocó de príncipe prometido; su Azor Ahai no era Stannis Baratheon ni tampoco Jon Snow. Cayó de la burra tarde, pero cayó, que, a fin de cuentas, es lo importante. El espectador lo hace minutos más tarde, cuando la religiosa roja, a golpe de giro de cuello, se encuentra con Arya, el héroe que resultó ser heroína.

«-Te conozco.

-Y yo te conozco.

-Dijiste que nos encontraríamos.

-Y aquí estamos. En el fin del mundo. Veo oscuridad en ti, y dentro de esa oscuridad unos ojos. Ojos marrones, azules y verdes que cerrarás para siempre...¿Qué le decimos al Dios de la Muerte?

-Hoy no».

Primera gran descarga de adrenalina. Hoy no. Todavía no. Aquí no. A nosotros no. Pero, ¿a qué ojos se refiere Melisandre? Porque esta señora gastar, no gasta saliva en vano. Sobre quién tiene los ojos turquesa no queda la menor duda. Arya, te toca. Sin embargo, lo que le está diciendo la agorera no es que mueva el trasero para dar estocada al Rey de la Noche, sino algo más, algo mucho más valioso: la clave para hacerlo. Chica, utiliza tu destreza de cambiarte de cara con uno de los muertos para poder acercarte sigilosamente a tu víctima. Y así lo hace ella, avispada a la hora de entender las cosas. La asesina se hace un rápido lifting en la biblioteca y sale pitando hasta el arciano. El resto de la escena ni falta que hace comentarla. Es ya simplemente leyenda.

Un momento: ¿Qué hay de los ojos verdes? ¿Será la matachina también la encargada de acabar con la vida de Cersei? No estaría mal que empezásemos a considerar en serio las palabras de la devota del dios R’hllor, más todavía después de comprobar que en el conflicto luz-oscuridad, fuego-hielo, el calor tiene todas las de ganar.

El final de Melisandre. Esta, señores, ha sido una gesta eminentemente femenina: la sacerdotisa, Daenerys Targaryen en pleno barro, la valiente Lyanna Mormont y, por supuesto, Arya Stark, a sus pies. Acabado el tema, ya al alba, vemos A Melisandre de espaldas, adentrándose en el ártico de los Siete Reinos. Su manto, resbalándosele por los hombros y su pelo, empezando a clarear. La escena ha dado pie a todo tipo de interpretaciones: ¿Tenía ella algo que ver con el Rey de la Noche? ¿Era uno de los Caminantes Blancos? Nada de eso. Al fin, ha cumplido su misión, la encomendada por el Dios de la Luz. Ha encontrado al prometido/a y ahora, puede dejarse ir. Se quita el collar, que la mantenía impecablemente joven, y se desvanece en medio de la nada.

Los caídos. Melisandre no es la única que estira la pata en este capítulo de Juego de Tronos. Y es quizá el saldo de muertos lo más decepcionante de la entrega de esta semana: que sí, que mueren un puñado de ellos, pero todos muy secundarios, muy prescindibles, con mucha pena en nuestros corazones, pero muy «todo por la causa». Un sustito inesperado no hubiese estado nada mal. Quedan tres episodios, y al cuarto llegaremos sin Theon Greyjoy, que ya mucho aguantó este pobrecito nuestro; también sin Jorah Mormont, que como todos sabíamos se fue al otro barrio protegiendo a su amada señora; sin Beric Dondarrion, que peleó hasta el final escoltando a Arya; sin Edd el Penas, que nos dio un poco igual; y sin Lyanna Mormont, quizá la pérdida más dura en esta batalla, tan pequeña y tan inmensa la osa hasta su último aliento.

Los momentos más memorables. Miguel Sapochnik, que no tenía ya nada que demostrar porque había dejado claro su buen hacer en La batalla de los bastardos y en Hardhome, se marca sin embargo en este capítulo de Juego de Tronos una salvaje cadena de escenas que, sin ninguna duda, pasarán a la historia de la televisión. Sin aliento nos ha dejado, hiperventilando, encogidos y con el corazón en la garganta, especialmente cuando los dothrakis se lanzan al ataque y medio segundo después las luces se apagan y todo se queda en silencio; cuando Tyrion besa la mano de Sansa, ambos escondidos en las criptas; cuando Fantasma emprende su carrera hacia los muertos; cuando las llamas se reflejan en los ojos de Melisandre o cuando los dragrones se enzarzan en una insoportable riña de hermanos, el Caín y Abel de las bestias aladas. También, con el valor y el arrojo que por fin exhibe la que rompe cadenas, guerreando en primera línea, ella, con su visón y sus trenzas de espiga; con el Perro totalmente paralizado por las llamaradas -el trauma del hombretón-; y con Bran, ojosvueltos, escaqueándose de todo el marrón -¿y yo ahora que hago? Pues dar una vuelta en cuervo para pasar el rato-.

Pero hay más. Detalles que funcionan como píldoras informativas para el espectador y que conviene quedarse con ellas. Allá vamos:

-En las criptas, Sansa deja patente su rechazo a Daenerys en esa conversación que mantiene con Tyrion y que Missandei caza al vuelo. Lo intuíamos, pero ahora lo sabemos.

-Ni rastro hay de Cersei; todo muy sospechoso. Ni uno de sus soldados, ni un pájaro con noticias de Desembarco. Nada de nada. ¿Qué estará tramando la lunática leona?

-Jon lleva sin hacer absolutamente nada relevante tres episodios. Hubo un tiempo en el que el bastardo (que ya no lo es, que nunca lo fue) era el héroe, pero parece que pasado el día, pasada la romería.

-Como antes comentábamos, en la cresta del conflicto, Bran optó por salirse de su cuerpo y emprender una de sus excursiones de cambiapiel. No será bobada este movimiento: ¿A dónde fue y para qué? ¿Por qué nadie nos lo explicó?

-Más pistas de que el chaval lisiado lo sabía todo: él le había dado a Arya la daga valyria. Si estás al tanto de lo que va a pasar, ¿por qué no hablas, alma de cántaro, o, por lo menos, por qué no mueves algún músculo de esa cara tuya, tan de mueble, para darnos alguna pista y ahorrarnos defunciones innecesarias por el camino? Qué masoquismo, Dios Santo.

-¿Por qué el Rey de la Noche resultó ser inmune al fuego? Porque el fuego «no puede quemar a un dragón». ¿Era entonces el comandante de los malos un Targaryen?

-Y ahora, con la invasión zombie ya resuelta, queda lo verdaderamente jugoso: las intrigas terrenales, las luchas de poder.

Las bajezas humanas.