Imperial, inaccesible, emocionante

Fernando Rey Tapias

DEPORTES

Nadal aúna todas las virtudes sobre la pista ante Thiem y rinde, con probabilidad, mejor que nunca hasta hoy

11 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Intensidad, buen tenis, espectáculo, emoción. Todo ello se vivió ayer en la Philippe Chatrier durante la final entre Rafa Nadal y Dominic Thiem. El mejor jugador de la historia del tenis en tierra, contra el jugador con mejores condiciones para relevarle. El austríaco quería que ese relevo se produjese ganando su primera final de un grande y decía en los prolegómenos que tenía un plan. La táctica consistía en llevar siempre la iniciativa, aprovechando su saque, restando agresivo dentro de la pista e imponiendo un altísimo ritmo de bola que retrasase la posición de Rafa y anulase sus posibilidades de ataque. Pero la teoría es una cosa y llevarla a la práctica con Rafa Nadal es otra.

El plan de semifinales

El español calcó el esquema táctico de la semifinal contra Del Potro. Aguantó las embestidas de su rival en el primer set, jugando con su maestría habitual las bolas importantes y sin ceder ventaja en el marcador, para, al llegar su oportunidad, aprovecharla.

Al igual que el argentino, el austríaco acusó el golpe, lo que Rafa aprovechó para aumentar su ritmo, provocando en su adversario un desgaste tremendo. Ante la intención de restar agresivo de Thiem, Nadal oponía unos saques al cuerpo que desconcertaban a su rival. A la intensidad de los golpes de fondo de Thiem, con potencia y angulaciones, el mallorquín no solo aguantaba el tremendo ritmo, sino que era capaz de contragolpear y ganar los puntos. Y cuando Thiem jugaba alguna dejada, al poco tiempo, el español le hacía dos con éxito.

Mejor de lo que estaba jugando Thiem parecía imposible hacerlo. Pero no solo no conseguía superar a Rafa, ni igualar el encuentro, sino que perdió el segundo set con más claridad que el primero.

Aquel drama ante Wawrinka

Si el partido era trepidante, con unos peloteos de una intensidad que despertaban murmullos de admiración en el público, que asistía entusiasmado a un duelo de una dureza inusitada, lo único que le faltaba con Rafa dominando en el tercero era incertidumbre. Esta llegó con un calambre en su mano, que sembró la alarma entre su banco y los aficionados. Por un momento el drama de la final de Australia frente a Wawrinka flotó en el ambiente, pero el destino no podía ser tan cruel de estropear el formidable partido. Pasado el susto, Rafa siguió con su tenis apabullante, y el austríaco vio que tendría que esperar a otra ocasión para ganar en París. El 3-0 en sets refleja la superioridad de Nadal, pero no el esfuerzo tremendo que necesitó ni el gran papel de Thiem.

Lo tiene todo

Los elogios sobre Nadal hace tiempo que se agotaron. Ganó su undécimo Roland Garros con 32 años, jugando posiblemente el mejor tenis de su carrera. Con una forma física espectacular; unos golpes de fondo extraordinarios; con un revés mucho más agresivo; con su mejor versión de drive, combinando la versatilidad de bolas al fondo con peso, anguladas, o paralelas ganadoras o invertidas imposibles para sus contrarios; con su proverbial fortaleza mental para solventar las situaciones más difíciles y jugando con maestría y seguridad las bolas clave; eficaz en el saque, sorprendente con las dejadas, efectivo con sus voleas, Rafa ha realizado un torneo majestuoso, imperial. La interminable ovación del público consiguió que se emocionase, al igual que él nos emociona a todos con su forma de ser y competir. Un auténtico fenómeno en todos los aspectos.

Abrazó el trofeo, lloró y el público le tributó una emotiva ovación 

La pista Philippe Chatrier lució un aspecto familiar. Camisetas de la selección española, gritos de «¡Vamos, Rafa!» y su icónica imagen levantando la copa. Una costumbre que se remonta a 2005, cuando Rafael Nadal conquistó su primer título en la arcilla de París al vencer a Mariano Puerta. Entonces, recibió el trofeo de las manos de Zinedine Zidane, que ayer estaba sentado en las gradas viendo ganar de nuevo a aquel chico de 19 años.

Ken Rosewall, leyenda de Australia con ocho títulos de Grand Slam, le entregó su premio, y la manera en que se abrazó al entorchado y sus resoplidos al achucharlo reflejaron la lucha y el esfuerzo detrás de los últimos años. Reflejó la lesión en Londres, la recaída en Australia, los tres meses de competición perdidos y la impotencia de no poder jugar. Nadal lloró. La ovación del público, alargada durante más de un minuto le derrumbó y le golpeó sentimentalmente. Como él había hecho con Dominic Thiem minutos antes en la pista.

Su figura, sola en el pedestal, con la copa en sus manos, fue el símbolo perfecto del campeón. Aunque si él pudiera, se hubiera llevado a ese podio a todos sus amigos y familiares, esos que como él siempre asegura, son el verdadero éxito de todo esto.

Cuando el himno de España comenzó a resonar en París, se quedó inmóvil y se emocionó como todas las veces anteriores. Porque lo único que ha cambiado en Nadal en los últimos años es el número de su zapatilla, ese que marca los Roland Garros que ha conquistado.

No hubo este año un mural en las gradas para homenajearle, ni su tío Toni, testigo de excepción para la final, recibió una réplica del trofeo. Fue una ceremonia más simple, que reflejó la sencillez del campeón. Ese que ha convertido lo extraordinario en cotidiano y que ha mutado la rutina en leyenda. Rafael Nadal Parera.