Los tres terrores y el «Anillo del Gürtelungo»

OPINIÓN

20 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Después de que uno de ellos estuviera robando el oro del río del pueblo desde que se tiene recuerdo, los tres tenores se entregaron a una escalada tonal en la disputa por ver quién conseguía forjar el anillo con el que dominar al país. Su ambición por hacerse con el anillo era tal que dejaron a un lado los escrúpulos para emponzoñar la convivencia de un pueblo que solo en sus sueños son capaces de salvar. Y acabaron convirtiéndose en «los tres terrores».

Cuando el pueblo, después de una historia de sometimiento a poderes despóticos, vislumbra la posibilidad de rechazar el vasallaje y tomar las riendas de su destino recuperando el río, los campos y demás recursos de subsistencia como bienes comunes, los señores que secularmente se han apropiado de todo envían a sus secuaces, los terrores, a promover conflictos para los que luego se ofrecen como salvadores.

Así, los adalides del gobierno punitivo y excluyente se afanan en atizar el fuego de la confrontación con leña del calibre 155, con mentiras combustibles, con la porra de abollar ideologías. Porque el objetivo no es un gobierno inclusivo que, ante los conflictos, se caracteriza por ofrecer soluciones que estaría dispuesto a aceptar en caso de estar en la parte contraria. El objetivo, además de decapitar al «okupa» que usurpa su trono, es conseguir una justificación moral para perseguir a quienes desafían un poder para el que los «terrores» han sido criados como si les perteneciese por ley natural. Pero no es moral lo que es excluyente. Lo moral es inclusivo por definición pues, como decía el filósofo, los motivos de nuestras acciones deberían poder ser leyes universales aplicables por cualquiera para cualquiera: la humanidad como fin, no como medio.

Pero no, cualquier colectivo discriminable del canon con el que se identifican «los terrores» es susceptible de convertirse en un medio para crear una amenaza; un adversario que justifique la necesidad de su intervención.

Liberados, pues, de toda ética, compiten por el anillo del Gürtelungo a la vez que forman entre ellos, y con la ayuda de los mercenarios de la evangelización, una perversa alianza contra un pueblo que quiere decidir cómo ha de ser su vida en común. Una alianza que no se da en otros reinos donde los señores acaparadores, además del poder en la sombra, aspiran a mantener la resignación de sus vasallos, haciéndoles creer que no lo son e imponiendo unos mínimos límites éticos a sus títeres cantores: véase, no aliarse con quienes abusan de su poder privando de la condición de «pueblo», de una vida digna, e incluso de la vida misma, a una parte significativa de la población.

Al menos así lo acordaron después de las dos grandes guerras, estableciendo un código moral que comprometía a todos con el respeto universal a derechos y libertades. Un código que pretendía conjurar las atrocidades de la última gran guerra y enseñar a las generaciones posteriores que la institucionalización del odio y la persecución señala el camino al abismo.

El riesgo de que quien carece de empatía adquiera relevancia pública como para sembrar argumentos y liderar corrientes de opinión es que la psicopatía se convierta en una opción política. Una opción que, gracias al miedo al que «los terrores» de los respectivos países cantan con vehemencia, está llegando a gobernar en no pocos lugares. Y aquí parece que cada día hay más aficionados al mal canto que cuando oyen las arias de «los tres terrores» les entran ganas de invadir Polonia o, en su defecto, recrear la Reconquista. En fin.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.