Peste bubónica y ruina económica

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

Etienne AnsotteEuropean Commiss

30 abr 2020 . Actualizado a las 09:18 h.

La peste bubónica del siglo XIV, considerada un castigo divino por los europeos de entonces, introdujo el método de la autoflagelación para expiar las culpas. El remedio, hoy lo sabemos, era peor que la enfermedad: las llagas de los penitentes contribuían a la expansión de la peste. Siete siglos después, cuando se desató la Gran Recesión, el mismo argumento fue utilizado por la Europa del norte para meter en vereda a los manirrotos del sur: arrepiéntanse de sus pecados y apriétense el cinturón.

El diagnóstico, en lo que nos toca, era una media verdad. Bancos, empresas y familias estaban endeudadas hasta las cejas, después de inflar un monumental globo de ladrillo y cemento. Pero el Estado presentaba unas cuentas inmaculadas: en el 2007 se registró el mayor superávit fiscal de la historia democrática -más de 23.000 millones de euros- y la deuda pública apenas superaba el 36 % del PIB. Los gobiernos de entonces acataron la sentencia con mayor o menor resignación y el presidente se autoinculpó: «Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Y comenzó la autoflagelación: drásticos recortes del gasto público, especialmente en sanidad y educación, y devaluación salarial para recuperar la competitividad perdida.

Salimos de la recesión más tarde que los demás, más empobrecidos y más desiguales. Con más paro, más empleo precario y una monumental deuda pública que, pese a los bajos tipos de interés, nos cuesta cada hora -han leído bien: cada sesenta minutos- 3,4 millones de euros. Unos 30.000 millones de intereses al año. Eso sí, como somos así de eficaces, teníamos el mejor sistema de salud del mundo y, después de los recortes, seguimos teniendo el mejor sistema de salud del mundo: envidia de ingleses y alemanes -ríanse ustedes-, que venían a hacer turismo a nuestros hospitales.

¿Y ahora qué? Maltrechos y desarmados, nos enfrentamos a la nueva peste bubónica y a la ruina económica. A la necesidad de reconstruir el espacio público mutilado, reforzar el sistema sanitario y el Estado del bienestar -que solo en sanidad, educación y pensiones nos cuesta 30 millones por hora-, mantener con respiración asistida a miles de pequeñas empresas para que no bajen la persiana definitivamente, rescatar a millones de trabajadores del purgatorio de los ERTE, fabricar un escudo social para no dejar en la cuneta a los más vulnerables y engrasar la maquinaria paralizada para que vuelva a funcionar. Y dar respuesta a ese desafío, inédito en la historia económica del mundo occidental, sin apenas margen de maniobra fiscal. Es decir, sin un euro sobrante en el bolsillo del Estado.

No hay, en esta dramática situación, posibilidad alguna de salir adelante sin el apoyo financiero de Europa. Pero no hablo de solidaridad, concepto vacuo por manido, sino de intereses compartidos. Europa embarrancará si España o Italia se desploman. Bruselas debe reconocer que, al menos esta vez, el sur no ha pecado más ni menos que el norte. En todo caso, igual: la maldición del virus quizá nos la merecíamos todos.