La noche en que los suecos perdieron la inocencia

Tomás García Morán
Tomás García Morán LEJANO OESTE

OPINIÓN

Imagen de Palme en 1982
Imagen de Palme en 1982 Bertil Ericson | EFE

11 jun 2020 . Actualizado a las 17:33 h.

Los suecos perdieron la inocencia una gélida noche de febrero de 1986. Da igual la ideología, derechas, izquierdas, socialdemócratas o liberales. Los suecos querían ser Olof Palme. Quizás no ha habido en el mundo un político con más carisma. Siempre ha sido comparado con Kennedy. Sin duda porque también era un niño de familia bien infiltrado en un partido de izquierdas, que en cambio no renunció a su buen vivir, a sus relaciones sociales, a sus aficiones caras… Lo comparaban con Kennedy pero le daba mil vueltas. Hablaba sin acento la mayor parte de los grandes idiomas del planeta. Estudió en los mejores colegios suecos y en las mejores universidades estadounidenses. Se alzó como el gran opositor a la guerra de Vietnam y sobre todo al apartheid sudafricano. Acogió a miles de chilenos que huían de los campos de tortura de Pinochet. Y hasta le dio tiempo a importunar a Franco, cuando este daba los últimos coletazos. 

Fue casi un personaje cinematográfico, actor secundario del atraco al Banco de Crédito de Estocolmo, que dio lugar al síndrome del mismo nombre. Los atracadores, entre un rosario de peticiones estrambóticas, pidieron negociar directamente con el primer ministro, que no tuvo inconveniente en ponerse al teléfono. Como una metáfora, las secuestradas se enamoraron de sus captores mientras Suecia se enamoraba de Olof Palme. 

No hace falta decir que no inventó la socialdemocracia ni el estado del bienestar. Ni mucho menos. Pero sí fue el gran embajador del modelo nórdico, capaz de abrazar el capitalismo sin renunciar a la justicia social. ¿Por qué admiramos a los suecos? ¿Cuál es el hecho diferencial que les permite ser los más altos, los más guapos, los mejor educados y los más prósperos, en un entorno natural tan hostil? Precisamente ese clima extremo, esa noche infinita, son los factores que provocan que en el ADN de los suecos palabras como la protección social, la redistribución de la renta o la progresividad fiscal sean moneda común. Ahí afuera hace mucho frío y nadie sobrevive solo. 

Realmente, no es cierto que los suecos perdieran la virginidad como país la noche en que Palme y su esposa Lisbet fueron tiroteados mientras caminaban solos por la acera, sin escoltas, de regreso a casa tras ver una comedia en el cine. Han seguido felices en su inocencia durante mucho más tiempo. Permítanme la siempre injusta generalización: los suecos son los nórdicos genuinos. Más guapos, más rubios, más altos. También más cuadriculados, más ingenuos. Una sociedad excesivamente frágil, de apenas nueve millones de habitantes, a la que los últimos males que nos aquejan a todos le están pasando una factura excesiva. Hace un par de años, una periodista del diario sueco Expressen abordó a Donald Trump cuando este bajaba de su helicóptero en Florida, y le preguntó por el devenir de la campaña. «No sé qué hace aquí, mejor se iba a su país, donde hay barrios completos en los que rige la ley islámica», respondió el hombre del tupé imposible. No es cierto, fue otra fake de Trump y un escándalo nacional en Suecia. Pero sí lo es que los daños colaterales causados por el multiculturalismo, por bien intencionado que sea, han estropeado las sociedades nórdicas quizás para siempre. 

El asesino de Palme, a estas alturas ya da igual quién haya sido, representa esa otra Suecia subterránea. Tan bien tratada por ese genio de la novela negra que fue Henning Mankell. Esa Suecia sórdida, racista, machista, violenta, que ahora vemos en la literatura y el cine nórdicos, tan de moda en las plataformas de pago. El carpetazo al magnicidio de Tunnelgatan acaba con un trauma colectivo que duraba 34 años. Aunque el caso, como las novelas de Mankell, no acabe de cerrar del todo.