Hace un par de semanas fui con mi familia, y más de una veintena de miembros de mi familia paterna, a la Residencia de San Luis, que los jesuitas tienen en Villagarcía de Campos (Valladolid), a celebrar el centenario de mi tío, el padre Eutimio Martino. Filósofo, historiador y escritor, es conocido por décadas de investigación y divulgación de la conquista y romanización de la montaña leonesa, asturiana y cántabra. Las montañas que rodean la aldea en la que nacieron mi padre y sus hermanos/as; Vierdes de Sajambre, en los Picos de Europa. Su exhaustivo estudio de las fuentes, su dominio del terreno y del latín, le permitieron desafiar, a partir de la toponimia, la descripción hecha hasta entonces de la conquista de cántabros y astures por Augusto entre los años 26 y 25 a.C.
Fue emocionante ver a varias generaciones de nuestra familia disfrutar de su lucidez y sentido del humor. Mi tío ha sido una importante influencia para mí. Sobre todo su faceta aristotélica, como él dice: su pasión por estudiar y conocer. En nuestras vacaciones de verano, en Vierdes, lo acompañaba en busca de vestigios romanos o, simplemente, a recorrer bosques y puertos de montaña, escuchándolo atentamente. No influyó así en la fe, porque, a pesar de haber recibido una educación católica convencional hasta la catequesis, haber ido a misa hasta la adolescencia y haberlo asistido como monaguillo en algunas misas, no llegué a hacerme acreedor de ella. La fe se tiene o no se tiene, no debe imponerse con la amenaza del castigo, humano o divino. Y a medida que iba creciendo, y cuanto más conocía, a falta de coerción por parte de mis padres, que respetaron mi decisión, no pude superar la sucesión de contradicciones que me iba asaltando a cada paso.
Inicialmente, siendo niño, no entendía que muchos de los vecinos y vecinas con los que compartía la misa fueran tan poco coherentes con sus convicciones religiosas. Desde mi percepción infantil, asistían a la iglesia a una especie de ritual de exhibición social, pues no destacaban por la bondad, la humildad, la compasión o por la disposición a la ayuda al necesitado, más allá de una limosna de vez en cuando. Más adelante, durante la adolescencia, me decepcionó la falta de coherencia de la propia institución de la Iglesia, al permitir a los ricos comprar el perdón de sus pecados; al promover masacres sanguinarias con las Cruzadas; al perseguir y torturar a determinados colectivos, como los cátaros durante la Edad Media, entre otros; o al apoyar a regímenes genocidas, más recientemente. Por lo que me habían enseñado, Dios no podía estar de acuerdo con todo eso.
A día de hoy, aun conociendo y reconociendo la labor abnegada y coherente de religiosos y religiosas, conviviendo con creyentes inspirados por el genuino amor a Dios y al prójimo, y habiendo recuperado cierta confianza con el papado de Francisco, no dejan de decepcionarme, y hasta a horrorizarme, las actitudes de no pocos católicos con importantes responsabilidades dentro de sus comunidades, aquí y allende los mares.
La ola reaccionaria ultracatólica norteamericana, liderada por ricos sin escrúpulos, es el paradigma de la hipocresía indisimulada. Se atribuyen la representación política del catolicismo a la vez que mienten, roban y matan con sus decisiones, y hacen gala de pecados capitales como la avaricia, la soberbia, la ira o la lujuria. Y es este movimiento, guiado por un fanatismo psicópata, el que está institucionalizando el abuso sobre la población más vulnerable, y sirve de referencia y justificación de infamias y atrocidades a políticos enajenados de ambos lado del Atlántico.
Medrar aupándose en la fe de millones de personas, manipulando sus expectativas para satisfacer intereses particulares y egoístas, en contra del bien común señalado por la doctrina social de la Iglesia; promover el recorte de libertades, más de quienes son mujeres y/o de una etnia y/o religión diferentes a las suyas; acaparar recursos ahondando la pobreza y la desigualdad; reducir o eliminar ayudas a personas necesitadas, ya sea de tu propio país o a través de la cooperación internacional; perseguir y deportar a gente desesperada que huye de la pobreza o la guerra en otros países; negar los Derechos Humanos; desear la muerte del Papa Francisco, al que llaman «comunista», porque sigue las enseñanzas de Jesús y se pone del lado de los pobres; despreciar al nuevo Papa, León XIV, llamándolo «woke» porque parece seguir la estela de su antecesor; promover o tolerar el asesinato de religiosos —como Ignacio Ellacuría y sus compañeros jesuitas, o como monseñor Romero— por denunciar el abuso violento de los terratenientes de El Salvador; justificar genocidio de Gaza, utilizando como pretexto lamentable el fanatismo opuesto; discriminar, denigrar y odiar al prójimo; justificar la violencia, en definitiva. Todo eso no tiene nada de cristiano, lo pinten como lo pinten. Eso es disfrazarse de cristiano siendo el anticristo.
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