El ladrón del robo del siglo

OVIEDO

A la izquierda, Domínguez cuando cometió el robo, en 1977. A la derecha, recuperación de parte de las reliquias
A la izquierda, Domínguez cuando cometió el robo, en 1977. A la derecha, recuperación de parte de las reliquias

El gallego José Domínguez Saavedra cargó con la culpa por robar las joyas de la Cámara Santa. Pero su abogado defensor, Antonio Masip, asegura que los autores fueron tres

10 feb 2020 . Actualizado a las 09:12 h.

Apenas había cumplido la mayoría de edad e iba a protagonizar, casi sin saberlo, la aventura y el robo más espectacular de los que se recuerdan en Asturias. Se llamaba José Domínguez Saavedra y era un chaval nacido en un pueblo de poco más 10.000 habitantes, Poio, en Pontevedra. Pero según revela ahora el que sería su abogado defensor, Antonio Masip, «él no estaba solo en el robo, como se dijo en el juicio. Eran tres». Corría el mes de mayo de 1978 cuando Domínguez se sentó en el banquillo. Daría, obviamente, con sus huesos en la cárcel, de la que ya sólo saldría esporádicamente para volver a ingresar durante largos periodos.

Pero volvamos atrás en el tiempo. Crecido en un ambiente de miseria, fue el mayor de cuatro hermanos de una familia gallega con escasos recursos. Ya desde muy joven comienza a tantear el sistema penitenciario. Delitos menores le llevan pronto a lo que entonces se llamaba un reformatorio.

José es listo y escurridizo. «Incluso diría que muy inteligente», señala Masip, que lo recuerda como «un tipo cordial». Tiene don de gentes. Intentando, quizá, alejarse un poco de una zona de su nacimiento donde es de sobra conocido, llega a Oviedo -puede que ya en compañía de sus cómplices- en agosto de 1977.

Merodean, estudian el entorno de una ciudad en tránsito hacia el otoño, adormilada y vacacional, poco turística entonces, tal vez ideal para sus propósitos. Domínguez ya había robado en iglesias siendo joven, sabe que hay algo de dinero fácil de las limosnas y puede que algún objeto de más valor normalmente poco custodiado.

La tarde del 9 de agosto acuden al templo como visitantes y, en un descuido, se esconden en un tejado esperando que el público se vaya y todo quede tranquilo. Aguardan en su escondite hasta estar seguros de que no hay nadie. El templo está oscuro y silencioso. Rebuscan en las huchas de los donativos e intentan abrir, sin éxito, la caja fuerte de la sacristía. Como no lo consiguen, tal vez empiezan a desesperarse y con una planqueta fuerzan varias puertas hasta llegar a la Cámara Santa.

Y… bingo. Se topan con las reliquias que, obviamente, no estaban custodiadas entonces con un sistema de seguridad muy recio. ¿A quién se le iba a ocurrir robar los símbolos asturianos más importantes? Al menos Domínguez no es asturiano, puede que sus compinches tampoco; se declara no religioso: no sabe, ni le importa, el valor simbólico de lo que tiene entre las manos. De modo que es, en este caso, el ladrón casi perfecto: sin escrúpulos.

En ese momento solo ven oro y piedras preciosas. Después de cenar una lata de mejillones que llevaban -dejaron lo restos allí- se ponen manos a la obra. Deciden que no pueden llevarse todo como está y destrozan literalmente la Cruz de los Ángeles, que pesa unos tres kilos y queda reducida prácticamente a pedazos del tamaño de una peseta. Incluso prenden un pequeño fuego, se dijo, para intentar fundir el oro, que es blando dado que tiene gran pureza. También desmontan de su bastidor de madera la Cruz de la Victoria y la Caja de las Ágatas; amontonan el oro y las piedras.

Finalmente abandonan la Catedral con su botín y, sin mostrar demasiada pericia para encubrir su rastro, toman un taxi y se van a Gijón. «Curiosamente, nunca se tomó declaración a los taxistas. Otra chapuza», recuerda Antonio Masip. Una vez llegan a su destino, entierran el oro y las joyas en un solar de La Calzada.

El delincuente vuelve al lugar del crimen... y sale en la tele

Aquí viene un episodio esperpéntico que los medios no reflejaron. Mientras el entonces arzobispo, Gabino Díaz Merchán, se lamenta del robo ante las cámaras que lo grababan en el tránsito de Santa Bárbara (donde se encuentra la torre románica de la Catedral), hay curiosos alrededor. Pues bien, uno de ellos es Domínguez Saavedra. Él mismo se lo contó, regocijado, a Antonio Masip. ¿Por qué se arriesgó así? Tal vez curiosidad, tal vez burla; o solo quería averiguar qué sabían los medios del robo.

Estado en el que se encontraron la Cruz de los Ángeles y la Cruz de la Victoria tras el robo
Estado en el que se encontraron la Cruz de los Ángeles y la Cruz de la Victoria tras el robo

Pronto ponen pies en polvorosa. Domínguez vuelve hacia su tierra y desde ahí, pensando acertadamente que es buscado, decide pasar a Portugal. «Él conocía bien aquello, el paso fronterizo… pero tuvo mala suerte». No han pasado ni dos semanas desde el robo. Una pareja de la Guardia Civil que se encuentra de servicio en el puesto fronterizo de Puente Sarjas, adscrito a la 632 Comandancia (así lo reflejó Colpisa) da el alto sobre las doce de la noche a un joven que se dispone a cruzar la frontera con un bulto en la mano.

Le piden su identificación y él muestra cándidamente su DNI a nombre de José Domínguez Saavedra. Ni siquiera intenta simular que lo ha perdido o poner otra excusa. Al preguntarle por el contenido de la bolsa, el joven ya se ve acorralado. Arroja la bolsa, huye, se lanza por un terraplén y desaparece en la oscuridad.

Para sorpresa de los guardias, esa bolsa contiene 251 azulinas, ágatas y esmeraldas, 1.000 pesetas en monedas de cinco pesetas, dos piezas de esmalte incrustadas en oro y piezas sueltas también de oro que pesaban cerca de dos kilos, algunas con inscripciones en latín aún visibles. El robo es tan famoso que parece evidente de donde sale todo eso.

Dura poco tiempo libre en Portugal. Un mes después de ser identificado, es detenido en Portugal mientras intenta asaltar una iglesia de Oporto, dado que había perdido todo su capital. «Solo pensaba que había hecho un buen negocio, que había tenido suerte y que con la venta de todo aquello me podría sacar un buen dinero… Supongo que los asturianos me odian», declara tras su detención.

Nunca llega a delatar a sus compinches, que se libraron de la condena

Estaba claro, sin embargo, a la vista de ese asalto en Oporto, que él no poseía más botín y que aquello de la bolsa no era todo lo había desparecido de la Catedral; él mismo lo dijo al ser interrogado. El resto «está en otras manos». Fue lo más cerca que estuvo de delatar a los presuntos cómplices, algo que de hecho nunca hizo.

Sí señala en su atestado que en el solar de Gijón sigue habiendo piezas enterradas. En efecto, la policía encuentra allí más, «pero fue una chapuza, porque no recuperaron todo», narra Masip. Al día siguiente de mañana acuden Emilio Marcos Vallaure y Joaquín Manzanares para ver el lugar, que no estaba custodiado. Descubren con sorpresa que aún quedan algunos elementos de las cruces semienterrados.

España pide naturalmente la extradición de Domínguez, pero, recuerda Masip, antes de que esta se produzca formalmente, la policía portuguesa entrega al detenido a las autoridades españolas. Este será otro de los motivos por los que el entonces joven abogado pedirá más tarde la nulidad del juicio, sin éxito.

El periodista asturiano Agustín Santarúa (fallecido hace diez años) consigue entrevistarse con Domínguez y es él quien le aconseja a Masip como abogado defensor. En efecto, cuando el ladrón es trasladado a Oviedo, llama a Masip y lo contrata junto a Marcelino Arbesú. Comenzará en mayo de 1978 el juicio del siglo.

(continuará en la segunda parte)