Cultura y creación una mina a cielo abierto

JUAN CARLOS GEA

LA VOZ DE LOS ASTURIANOS

PACO RODRÍGUEZ

El sector atraviesa momentos difíciles con un reto fundamental: conseguir que su notable nivel de talento e infraestructuras atraiga, antes que nada, la complicidad del «cliente» local

14 nov 2017 . Actualizado a las 19:56 h.

h ace algo más de siete años, en marzo de 2009, se publicaba el Libro blanco de las industrias culturales del Principado de Asturias, un informe en clave económica dirigido por Xavier Marcé sobre la cultura contemporánea hecha en suelo asturiano. Las conclusiones del documento, aparecido cuando la crisis apenas había empezado a mostrar su potencial de destrucción masiva, dibujaban un panorama de variada y no poca actividad en casi todos los frentes de la creación y la cultura, y detectaban además un interés institucional -contante y sonante- hacia los profesionales creativos por encima de la media española. Pero también pintaban un techo de graves limitaciones: un mercado demasiado circunscrito a lo local; escasa capacidad empresarial y financiera; dificultades para innovar o promocionarse fuera del Principado; una excesiva atomización y un público solo parcialmente atento a los esfuerzos del sector en un territorio pequeño y descompensado -en esto como en todo- por la concentración de la oferta en el área central y por la descoordinación entre las administraciones y agentes. La socarronería asturiana hubiese sido capaz de reducir aún más este resumen: «Mucho talento, sí? pero poques perres». 

Nueve años después, aquellas exhortaciones economicistas a músicos, teatreros, editores, coreógrafos, escritores y todo tipo de empresas auxiliares sobre producción de «valor añadido», y de «renta y riqueza para el territorio», «generación de I+D+i» o «promoción en el mercado global» suenan casi a amarga ironía ante las tribulaciones de un sector que, en ese periodo, ha tenido que batallar con especial denuedo por algo mucho más urgente: salvar el abismo que separa la condición de creador profesional y la posibilidad de mantener la nevera llena en un territorio con las peculiaridades del asturiano. El problema sobre la rentabilidad territorial y social de la cultura se desvanece ante el agobio estrictamente personal de la renta que hay que pagar cada fin de mes. Algo que no parece que vaya a cambiar en el corto ni el medio plazo. Los autores del informe advertían entonces de que la Comisión Europea señalaba a las «industrias culturales e innovadoras como el eje futuro de la competitividad europea» y predecía para el sector cultural y creativo «una importancia comparable a la que ha llegado a tener la industria del automóvil y la minería del carbón»; una comparación -añadía el Libro blanco- «fácilmente trasladable» a una comunidad con «un marcado pasado industrial, en la que la metalurgia y el carbón han tenido un papel determinante en su desarrollo». Es verdad que la comparación es especialmente oportuna. No hay más que ver de qué color pinta el futuro del carbón asturiano o la permanente incertidumbre sobre lo que harán en los próximos minutos con las factorías locales los señores del acero.

Y, sin embargo, sigue habiendo mucho más que buen carbón en el suelo de la creatividad asturiana y la producción que sale de sus hornos ofrece todavía calidad, y relativa abundancia. Ese patrimonio de «elementos intangibles» que el Libro blanco llamaba a rentabilizar es rico todavía en Asturias; casi una rareza, si se tienen en cuenta lo reducido del territorio y sus derivas demográficas, la población envejecida y la juventud en fuga. Persiste sin embargo la cuestión de qué hacer con toda esa producción, cómo persisten, acentuados, los retos de profesionalización, innovación, cooperación y promoción que fijaba en sus recomendaciones el Libro blanco. Aunque es posible que el desafío más urgente para la intangible aportación de los talentos creativos y culturales del Principado tenga que ver también con otro intangible: el aprecio de sus conciudadanos, del propio «mercado interno», hacia la producción cultural que se hace en casa. Cuesta sacar fuerzas para proyectarse más allá del terruño cuando apenas se recibe retroalimentación en el propio vecindario. Hace treinta años, la campaña «Asturias, paraíso natural», una exitosa operación de promoción turística dirigida hacia el exterior del Principado, revertía, curiosamente, en una suerte de masaje para la autoestima local. Ahora, se trataría de proyectar también a la vez hacia el exterior -pero mucho más aún hacia el interior - otra forma de aprecio hacia un patrimonio propio. Conseguir un trasunto del «Asturias, paraíso natural» en forma de «Asturias, paraíso cultural» que empezase por dirigirse al morador de ese paraíso. Sin esa forma de rentabilidad inmediata, social, profunda, no medible ni pesable pero imprescindible, sin ese primer círculo de complicidad, el sector cultural no funciona porque no es una industria cualquiera. Es ante todo una pecuiliar forma de comunicación de una sociedad consigo misma.

Por eso conviene recordar a los propios la cantera de creatividad que se abre aquí a mano, a cielo abierto, y que ese mineral del espíritu, tiene sus costos, empezando por los de un trabajo personal a menudo tan intenso como falto de justa remuneración. Para empezar, hay que hundir las manos en los depósitos de toda la cultura creativa que nos precedió, desde las pinturas rupestres de las cuevas -cinco de ellas incorporadas como Patrimonio de la Humanidad a las listas de la UNESCO, como las joyas del prerrománico o el primitivo Camino de Santiago- hasta las excelentes colecciones del recién remozado Museo de Bellas Artes, que muchos de sus vecinos han empezado a descubrir solo ahora, tras las recientes remodelaciones; desde las excavaciones de los viejos castros y solares romanos hasta el tesoro arquitectónico de ciudades y villas, que a menudo pasa también desapercibido a quien todos los días lo tiene delante.

O quizá precisamente por eso. En la pequeña franja asturiana se acumulan museos temáticos de etnografía, minería o paleontología junto a pinacotecas y centros de arte: la Casa Natal de Jovellanos, el museo Evaristo Valle, el museo Juan Barjola, el dedicado a Nicanor Piñole, el Antón de Candás? Todos ellos unen a sus fondos estables las exposiciones dedicadas a artistas locales y foráneos en activo; una de las muestras de actividad cultural presente más destacadas en una región que tradicionalmente dio buenos pintores y que ahora amplía su nómina de artistas plásticos (y no plásticos) con creadores sincronizados al segundo con su propio tiempo. Es verdad que muchos de ellos no consiguen colarse en los listados -a menudo tan parciales, tan caprichosos, tan capciosos- de los grandes ránkings nacionales e internacionales del arte. Pero, ¿pueden sus paisanos asombrarse o sacar conclusiones de esa postergación, cuando la mayor parte de ellos siguen siendo desconocidos para sus propios vecinos?

Cantera de creatividad

De esta energía fresca, aunque no sin incomprensiones e incluso abiertas hostilidades, se ha nutrido durante su aún breve vida un centro más prestigiado -este sí- fuera que dentro de Asturias. LABoral es el emblema de muchas de las cosas buenas y muchas de las no tan buenas que suceden en la creación y en la gestión cultural contemporáneas en Asturias. El futuro tendrá que pasar a la fuerza por el controvertido centro gijonés en muchos aspectos? o probablemente no pase por sitio alguno. Igualmente azarosa y polémica ha sido la andadura de otro emblema: el Centro Niemeyer de Avilés, que se ha deslizado desde el disparate y la dispersión de criterios a las críticas de cierta infraprogramación o de falta de personalidad propia, pero que ahí sigue. Junto a la Ciudad de la Cultura, una refundación en el noble solar de la Universidad Laboral de Gijón, esas tres referencias hablan de un hoy casi inconcebible periodo de vacas gordas, pólvora del rey y exceso de optimismo que -como en tantos otros lugares de España- está requiriendo de respiración asistida. Aunque, es preciso insistir en ello, en Asturias haya incluso ahora mineral sobrado como para alimentar sus altos (altísimos) hornos si se parte de lo más elemental: idear una buena ingeniería de gestión y crear demanda de lo que sale de ellos. Los gestos recientes de la consejería de Cultura buscando una coordinación intercentros quizá ayuden a lo primero. También de otro modo los debates, aún demasiado restringidos y asordinados, pero sumamente interesantes, en torno a posibilidades de explotación cultural de la antigua Tabacalera de Gijón o la malograda experiencia de la Fábrica de Gas en Oviedo. Factorías, al fin y al cabo. Y queda pendiente, aunque se hayan dado pasos, descubrir de qué puede llegar a ser capaz una coordinación a fondo de los campus universitarios, las empresas de alto valor tecnológico, centros como LABoral y el talento creativo de la casa.

Pero la clave está en la avidez de la demanda, en la fidelidad del cliente local. El consumo de cultura, el aprecio y el orgullo de la cultura hecha aquí, en cualquiera de sus muchas líneas de producción, el disfrute real de lo que ofrece. No dejar que ese talento se desperdicie. Todo depende de que los asturianos sean conscientes de que, aunque no emita humos, no haga (casi nunca) ruido o no se deje ver en los escaparates (salvo quizá en los de las escasas pero muy meritorias galerías que han sobrevivido a la crisis) existe un hervidero, y no pequeño, de trabajadores y trabajadoras de la cultura en todos sus niveles echando horas aquí mismo. En este momento puede haber un pintor, un compositor, un creador multimedia, un gestor cultural, un editor, un fotógrafo o un comisario artístico en activo al otro lado del tabique; alguien que esté generando mundos o esforzándose por divulgar los mundos que otros generan. Y el resto, sin enterarse.

Es preciso tomar esa actividad en serio, y no solo porque pueda ser una industria con potencial. Eso incluso puede esperar (va a tener que esperar, de hecho): hay que atenderlo porque es patrimonio asturiano creciendo en tiempo real, Asturias bombeando talento, aunque sea casi siempre en circuito cerrado o parcialmente cerrado. Si hemos sido capaces de montar un culto local y una orgullosa cruzada gastronómica con algo que ya estaba inventado como el cachopo, qué no deberíamos ser capaces de hacer con los trabajadores y trabajadoras de la cultura asturiana. Gente que sigue entrando cada día y cada noche en el tajo contra todo pronóstico, casi contra toda lógica, y arrancando el mejor carbón, los mejores metales de este suelo.