El duelo de perder a una hija por suicidio: «Es igual que el que sufre el superviviente de un campo de concentración»
ASTURIAS
Un matrimonio narra cómo es su vida una década después de la falta de su hija Ariadna: «Necesitábamos abrazos, tiempo, alguien que nos escuchara. Pero la mayoría de personas no saben acompañar ese dolor»
11 nov 2025 . Actualizado a las 11:10 h.Perder a un hijo por suicidio es un duelo, cuanto menos, singular: abrupto, violento, rodeado de silencio y preguntas sin respuesta. Los especialistas lo comparan, según cuentan los que lo han vivido, solo con «el duelo que padece el superviviente de un campo de concentración». Olga Ramos y Carlos Soto lo saben bien. Desde el 24 de enero de 2015, cuando su hija Ariadna, de 18 años, se quitó la vida, ellos habitan ese territorio devastado. Un antes y después que no termina nunca. Hoy, casi una década después, acompañan a otras familias que pasan por lo mismo. Su testimonio, compartido hace unos días en una jornada organizada por la asociación Abrazos Verdes —junto al Colegio Oficial de Psicólogos de Asturias— en Gijón, abre una rendija en ese silencio que todavía pesa sobre la prevención del suicidio.
Olga y Carlos cuentan qué significa ser superviviente en este contexto, un término que todavía genera confusión. «No somos personas que hayan sobrevivido a un intento de suicidio, eso sería un sobreviviente. Supervivientes, por su traducción del inglés, somos quienes seguimos vivos cuando alguien a quien queríamos decidió morir», explica Olga. El superviviente, por tanto, es el familiar, la pareja, el amigo cercano: «Y se nos llama así porque el duelo por suicidio es el más crítico, el más doloroso y traumático. Los psicólogos lo comparan con el de los supervivientes de un campo de concentración», añade Carlos. Una comparación, explican, que no es metafórica: describe un estado psicológico extremo, marcado por el shock prolongado, la desorientación, la ruptura de la identidad y la dificultad extrema de reanudar la vida cotidiana.
Ariadna era hija única. Una joven que acababa de cumplir 18 años, estudiosa, inteligente y sensible, tal y como la definen sus padres. Hoy saben, tras años de formación y lectura, que tenía altas capacidades y una marcada alta sensibilidad, rasgos poco reconocidos y menos acompañados hace una década. «Era muy adulta para su edad. Hablábamos muchísimo en casa. Compartíamos todo. Era una niña muy querida, muy querida», recuerda Olga.
No había señales evidentes, aseguran. No había bullying, no había conflicto social ni ruptura sentimental reciente. No había un desencadenante único. La primera alerta fue un día cualquiera, en mitad del segundo curso de Bachillerato, cuando Ariadna les dijo: «No sé qué me pasa, pero no puedo estudiar». Ni ella sabía describirlo. Y ellos, como la mayoría de familias, no estaban preparados en aquel momento para identificar lo que estaba ocurriendo. Buscaron ayuda profesional, pero entonces —como todavía ocurre en demasiados casos— el suicidio no estaba integrado en la práctica clínica habitual. «El psicólogo tenía herramientas para otras cosas, pero no para esto», dice Carlos. «El suicidio es siempre multicausal», insiste Olga. No hay una razón. No hay un porqué que calme la mente: «Siempre tendemos a buscar el último detonante. Pero no funciona así. Y nuestra hija no sabía explicarnos lo que le estaba pasando».
«Necesitábamos abrazos, tiempo, alguien que nos escuchara. Pero la mayoría de personas no saben acompañar ese dolor»
Todo ocurrió el 24 de enero de 2015. «Llamamos al 112. El portal se llenó de policía, sanitarios, emergencias. Hicieron bien su trabajo, pero estábamos en shock», recuerda Carlos. La psicóloga de guardia les insistía en que tenían que llorar, pero no podían. «El shock duró más de año y medio», dicen. Luego vino el silencio. Y, con él, otra forma de soledad. Los amigos que no saben qué decir, los familiares que desaparecen «porque les duele vernos sufrir». «Necesitábamos abrazos, tiempo, alguien que nos escuchara. Pero la mayoría de personas no saben acompañar ese dolor», dice Olga.
El duelo que no se termina
«Sabemos cuándo empieza, pero no cuándo termina», afirma Olga. «El duelo por suicidio no es un proceso lineal. Das pasos hacia adelante y otros hacia atrás». La culpabilidad —aunque irracional— es un visitante diario: ¿qué no vimos?, ¿qué no supimos interpretar?, ¿qué deberíamos haber hecho?, se preguntan Olga y Carlos más de una década después. Por otro lado, la pareja también tuvo que aprender a reconfigurarse. «Nuestra vida era de tres», dice Olga: «Tuvimos que aprender que ahora somos dos». No todas las parejas sobreviven a una pérdida así. Ellos lo lograron «acompañando el duelo distinto del otro», aunque a veces no lo entendieran.
A lo largo del tiempo, encontraron ayuda en el acompañamiento mutuo y en los grupos de apoyo. Hoy codirigen grupos de ayuda para otros supervivientes. No como gesto de resiliencia idealizada, sino porque creen que si su hija hubiese encontrado espacios donde se hablara del suicidio sin tabú y con escucha, quizá la historia sería otra. «Ariadna nos gustaría vernos bien», dice Olga. Esta idea es sostén y brújula para ellos en el día a día.
Cuando piensan en ella, ambos vuelven a su sonrisa. A la complicidad que tenían los tres. A la despedida, sin saber que era una despedida. «Nos dio un abrazo y un beso antes de salir. Volvimos dos horas después y ya no estaba», dice Carlos: «Ella se despidió. Pero nosotros no lo sabíamos». «Siempre que la recuerdo, siento que conmigo se sentía segura», comenta Olga. Esa seguridad, esa ternura, ese vínculo, perdura. Está todavía ahí. Su testimonio no es solo memoria. Es una llamada a la prevención: hablar, preguntar, preguntar de nuevo, escuchar sin urgir, sin corregir, sin restarle importancia al sufrimiento que no se entiende.
Las personas con ideas suicidas y sus allegados recibirán ayuda especializada a cualquier hora en el teléfono de la esperanza de Asturias 985 22 55 40, el teléfono 024 y ante situaciones de emergencia también pueden llamar al 112. Las tentativas y muertes por suicidio nunca tienen un único detonante, sino que son una reacción a un sufrimiento extremo causado por factores psicológicos, biológicos y sociales que pueden prevenirse y tratarse.