Fernando Alonso, los años de Oviedo

Raúl Álvarez REDACCIÓN

DEPORTES

Fernando Alonso en el Gran Premio de Estados Unidos 2018
Fernando Alonso en el Gran Premio de Estados Unidos 2018

El bicampeón mundial deja la Fórmula 1. En la ciudad en la que creció y donde reside muchas personas aún recuerdan cómo se formó y llegó a ser el mito del deporte que se despide en Abu Dabi.

24 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

A Fernando Alonso aún le quedan muchos kilómetros por rodar en otras competiciones, pero la Fórmula 1 se acaba para él un domingo de noviembre en Abu Dabi. Empezó en Australia hace 17 años. El principio y el final, como sus dos títulos mundiales, rubricados en Brasil, han coincidido muy lejos de su casa, que nunca dejó de ser Oviedo ni en los años en los que residió en Suiza por motivos fiscales. El Nano es un chaval que fue a clase en el colegio Santo Ángel y en el instituto de San Lázaro, que vivió cerca de El Campillín y que ha dejado un rastro de vida en la ciudad. Muchos testigos lo recuerdan en aquellos años formativos, un guaje diminuto y tímido, juguete y mascota colectiva protegida por los miembros del clan de locos del kart con los que compartía fines de semana en circuitos permanentes y pistas improvisadas por todo el norte de España.

Llegando al Santo Ángel de la mano de su abuela Luisa lo recuerdan sus compañeros y las amigas de su hermana Lorena. Era tímido, discreto y callado. Su apego a la abuela duró mientras ella vivió y aún perdura. «Está muy unido a sus padres, pero lo que siempre tiró de él para volver a Oviedo, incluso cuando ya era campeón y célebre y puede que más que sus padres, fue el cariño por su abuela», considera José Luis Echevarría, propietario y gerente del karting La Belga y primer mentor del piloto en sus años de precoz prodigio infantil. Porque lo que muy pocos sabían en aquellos años de finales de la década de los 80 y en los primeros 90 era la doble vida de aquel guaje pequeñín que, en las pistas, se subía a un coche y aceleraba hasta dejar atrás a todo el que intentaba competir con él.

«Éramos como las avellaneras, siempre en movimiento de fiesta en fiesta», recuerda Echevarría acerca de aquella época. A los padres del piloto, José Luis Alonso y Ana Díaz, los conoce desde antes de que él naciera. Formaban parte de la misma troupe de apasionados del kart que iban de pueblo en pueblo a todas las competiciones que se organizaran a una distancia razonable de Oviedo. Eso abarcaba todas las de Asturias, por supuesto, y las que se prestaran al viaje en Galicia, Navarra, País Vasco y el norte de Castilla y León. A menudo las organizaban ellos mismos en los días de las fiestas de algún pueblo. En la finca de un amigo, en Gijón, guardaban las balas de paja y otros elementos de seguridad para delimitar el circuito, los cargaban en sus coches y, provistos de mesas de camping y tortilla para alimentar el cuerpo, se ponían en camino.

Si no había competición, se reunían los fines de semana en el concesionario Autonalón de Peugeot, en Cerdeño, cuyo propietario les dejaba usar una parte de las instalaciones a modo de circuito. A esa rutina se incorporó Fernando Alonso desde antes de empezar a andar. Se ha contado muchas veces la anécdota de cómo se subió por primera vez a un kart de fabricación artesanal. Su padre lo había construido para su hermana, pero a ella no le interesó y, en cambio, aquel renacuajo de tres años no solo se montó en él sino que muy pronto demostró una pericia asombrosa para conducirlo deprisa y adelantar a niños mayores que él. Encargaron a Valencia unos chasis especiales, les añadieron el motor de una moto Rieju y crearon los primeros vehículos adaptados a las categorías infantiles

Todo el entorno de Alonso lo vio crecer, acelerar y ganar casi siempre con tanta naturalidad que tardó años en darse cuenta de lo especial que era y de todo el talento que almacenaba el niño. Hizo falta un campeonato de España en el que asombró a todo el mundo con sus 11 años para que Echevarría y su padre comprendieran que lo que hacía Fernando, por sencillo y habitual que a ellos les pareciera, no era lo normal. Aniñado como era y el más joven de la carrera, fue recibido con un «ya solo faltan bebés con carricoche» por el prestigioso ingeniero Mauricio Posi. Unas pocas vueltas después ya era un admirador declarado.

Había llegado el momento de buscar nuevos patrocinadores y mentores para dar el salto a la escena europea. La española ya se le quedaba pequeña. La ayuda del importador de karts Genís Marcó, viejo conocido de Echevarría, le permitió salir. No sin reticencias de su madre. En el colegio primero y en el instituto después, ella siempre exigió que los coches no interfirieran ni en la asistencia a clase ni en los aprobados. «Con Ana no se negocia. Tiene las ideas muy claras», recuerda Echevarría. Pero, con los años y el ascenso a categorías más exigentes, se hicieron necesarias concesiones. El veterano de los karts y el niño prodigio hicieron miles de kilómetros por las carretas europeas de los años 90 en largos viajes de ida y vuelta a los circuitos de Francia, Italia y Bélgica que empezaban a la puerta del colegio o el instituto. «Lo recogía el jueves a la salida de las clases, perdía el viernes y volvíamos a tiempo para que el lunes llegara a su primera hora», rememora.

Echevarría tiene grabados aquellos viajes. Él, al volante, y en el asiento de atrás un niño abrigado con una manta que se iba convirtiendo en adolescente y, a la vuelta, en vez de dormirse, analizaba las carreras como si las hubiera visto desde fuera y con la experiencia de un piloto retirado. Recordaba cada detalle, cada incidencia, cada curva. Era pronto para pensar en títulos mundiales, pero estaba claro que era un talento fuera de lo común.

Eran viajes agotadores. «Íbamos mucho a Parma. Está a unos cien kilómetros de Milán. Llegábamos el viernes a primera hora y no se paraba hasta el domingo cuando se acababan las carreras», añade Echevarría. Tandas y tandas de vueltas, entrenamientos, clasificaciones, competición. El resto de los pilotos ya eran casi profesionales. No estudiaban y llegaban descansados. Daba igual, Alonso les ganaba con mucha frecuencia. Su padre y su mentor pasaban entre aquellos remolques confortables como habitaciones de hotel caro y seguían usando su mesa de camping. Se preguntaban si alguna vez ellos disfrutarían de aquellos lujos no tardaron.

En su último año en el instituto, Fernando Alonso ya desobedeció más a su madre. Apenas fue a clase. Había empezado su despegue hacia el mundial de karts, la fórmula 3000, el encuentro con Flavio Briatore y el salto a la Fórmula 1. Pero aún estaba matriculado en Oviedo. Curiosamente, su profesor de aquel curso tuvo un alumno más absentista en la misma aula que el piloto no pisaba. Se llamaba Ramón Melendi y pocos años después también consiguió su propia fama. Con el tiempo, el profesor también llegó a los titulares, aunque probablemente habría preferido no hacerlo. Se llamaba José Luis Iglesias Riopedre y la de su caída en desgracia es una historia sórdida. La fortuna y la alegría pasaron de largo junto a él y prefirieron a su alumno, cuyos regresos a Oviedo acabaron en aclamaciones. Aún se recuerdan sus exhibiciones con el Renault ganador de mundiales por la calle Uría y su subida al escenario del Teatro Campoamor para recoger el premio Príncipe de Asturias (era el 2005 y aún no habían cambiado de nombre) de los Deportes.