El testimonio de un ludópata rehabilitado tras siete años de adicción: «Las salas de juego las quemaría todas»

Martina Sánchez OVIEDO

ASTURIAS

El asturiano comenzó a jugar a la ruleta, lo que derivó en una enfermedad que le hizo mentir a su familia, jugarse todo su dinero y contraer deudas. A día de hoy se encuentra recuperado y resume que su vida fue «un infierno» y que «pedir ayuda es de valientes»

25 mar 2024 . Actualizado a las 15:16 h.

Los últimos datos que obtuvo la Dirección General de Ordenación del Juego en 2023 revelan que en España el 49,29% de la población admite haber jugado con dinero y en los grupos de mayor edad, la mayoría son presenciales o lo hacen solo a loterías. En Asturias, los resultados son que el 64,60% de la población en edad legal de participar en juegos de apuestas lo hacen y el 98,95% de ellos de manera presencial, notándose una prevalencia también por las loterías.

Dentro de esa población se encontraba Luis —nombre ficticio para preservar su anonimato — cuando con 46 años comenzó a jugar a la ruleta, algo que con el tiempo se convirtió en una ludopatía con la que vivió durante siete años. Actualmente hace memoria de su enfermedad, cómo afectó a su vida como persona, marido y padre, y concluye que es «un infierno, eso destroza vidas y familias». 

Además lamenta y asegura que socialmente no se tiene una percepción realista porque «la gente piensa que es un vicio, pero es una enfermedad». Recalca que tampoco hay conciencia sobre todas las formas que adopta una adicción al juego: «A un cuponero lo encuentras en la calle paseando, los décimos se compran en muchísimos sitios y muchísima gente echa la primitiva cada semana, para eso da igual que estés autoprohibido porque nadie te pide identificación». En su caso, si por ejemplo llegase a ganar un premio de Loterías y Apuestas del Estado «no podría cobrarlo, al pasar mi DNI saltaría la alarma», aclara. Ser jugador es muy común, pero la ludopatía es ser jugador compulsivo, «somos otra historia aparte», expresa.

En su caso empezó de manera casual, en su trabajo viajaba por muchos sitios de Asturias y comenzó a frecuentar locales de juego, lo que se convirtió en apostar «un poco en cada lugar», comenta. Luis dedicaba su dinero concretamente a la ruleta de manera presencial y casual, hasta que terminó en salas de juego «de esas que encuentras en cualquier barrio». A día de hoy observa que el problema llegó cuando en una tarde podía jugarse todo el dinero que tenía: «Si llevaba 1.000 euros, los gastaba enteros y si con eso ganaba otros 500, al final apostaba 1.500». Con el tiempo, cualquier cantidad se convertía en poca y recuerda que «terminaba jugando lo que fuese».

«Hay veces que juegas sin ganas, por impulso, no te controlas y no puedes parar», argumenta. En ese sentido, menciona que en ocasiones pensaba y se daba cuenta de que no podía seguir así, sin embargo, «estás tan absorto que te da todo igual». Hubo días en los que llegó a olvidarse pertenencias en las salas, como el teléfono o las llaves de casa, e incluso dinero sin jugar porque «es tanta la mierda que tienes en la cabeza que la pierdes».

Esta cantidad de gastos y pérdidas continuas conseguía esconderlas y justificarlas. En su hogar su pareja «nunca se fijó en las cuentas» y no faltaba dinero, pero el precio que pagaba era endeudarse con préstamos personales y otros ejemplos que prefiere no mencionar «para no dar ideas». A través de estos malabares económicos, los adictos al juego terminan volviéndose mentirosos profesionales y compulsivos, «unas máquinas del engaño, es inimaginable todo lo que te puedes inventar», en palabras de Luis.

«Nos convertimos en unas máquinas del engaño, es inimaginable todo lo que te puedes inventar»

Con respecto a estos engaños, recuerda especialmente el teléfono. Durante los siete años que duró su adicción activa no vivió con ninguna tranquilidad. Recuerda que «estaba todo el día pendiente del móvil porque a ver si me llama este que le debo dinero y lo coge mi esposa», su solución era mantenerlo en silencio y boca abajo, lo que resume como «un sin vivir». Actualmente vive sin prestar atención al móvil y sin preocupación de quién lo pueda ver: «Mi pareja me dice que me están llamando y a día de hoy le digo que lo coja sin problema y con el correo o el WhatsApp, lo mismo».

En el que era su trabajo llegó a falsificar documentos, ese puesto lo perdió y en el momento de su despido, cuando explicó su problema, le dijeron: «Queremos ayudarte y lo mejor es echarte y que te pongas en terapia». Actualmente trabaja de lo mismo pero en otra empresa, donde confiesa que cuando explicó su situación y su predisposición a rehabilitarse, su jefe quería acompañarle a terapia.

Terapia y autoprohibición: «Ahí hay de todo, es terrible»

Recuerda que la primera vez que entró en LARPA (Ludópatas Asociados en Rehabilitación del Principado de Asturias) su primer pensamiento, «siendo totalmente sincero», fue: «Madre, vaya panda de enfermos, yo no pinto nada aquí». La sensación no tardó en cambiar y pasados unos días fue totalmente contraria: «Estaba como para estar ahí y mucho más que ellos». 

Un requisito ineludible que tuvo que cumplir para recibir la acogida por parte de la asociación es rellenar el documento de autoprohibición y lo cumplió «sin darle muchas vueltas» porque su decisión estaba tomada: «¿A mi que más me da estar prohibido? Yo voy a rehabilitarme, así que no voy a poder jugar». Sostiene que «para cambiar, lo primero es querer hacerlo». Mediante este documento un ludópata queda grabado en el Registro General de Interdicciones de Acceso al Juego (RGIAJ), que gestionan en el marco de sus competencias tanto el Estado como las comunidades autónomas.

Asegura que para él los dos primeros meses fueron los peores y «los más jodidos», pero nunca faltó a su cita semanal y hasta hoy: «No me perdí ni una porque esto es una enfermedad crónica, si dejamos de ir podemos volver a caer». En su caso no fue necesaria la medicación, sin embargo, existen casos en los que la ansiedad producida por la adicción y sus efectos, que cambian la forma de vivir, precisa ser tratada más en profundidad.

La terapia le permitió conocer muchos casos, con causas y consecuencias muy diferentes: «Ahí hay de todo, es terrible». Fue testigo de relatos «muy fuertes, por lo que llega a hacerte la ludopatía, pierdes todo control», sin embargo, prefiere no detallar ni concretar nada para mantener la seguridad y confianza que se crea en los grupos de terapia. Aunque es conocido, y así lo asegura, que hay gente que pierde su vida, su pareja o sus hijos y en otros casos incluso terminan en la cárcel. Para él lo mejor de compartir experiencias con gente que vivió lo mismo es que «tienes la seguridad de que lo que pasa allí, allí se queda, no lo saben ni en la sala de al lado».

Recuerda que cuando empezó su rehabilitación lo que más «ahogaba y preocupaba» era la deuda económica: «Estás preocupado por si te llama este, el otro, que si el crédito o microcrédito» y restándole importancia asegura que «eso se paga, no miramos atrás aunque hay que gestionarlo».

Explica que una de las principales sugestiones cuando una persona ludópata está en rehabilitación o ya la terminó es que esta adicción está muy expuesta en el día a día: «Ves cuponeros aquí, entras en un bar y hay máquinas». Además, aún recuerda el asombro que despertaba en otra gente el primer año que no compró Lotería de Navidad.

Las deudas, las apuestas y los límites: «Estoy seguro de que el coche lo vendió para seguir apostando»

«La deuda va aumentando poco a poco. Si el sueldo que le entra a una persona en enero lo gasta íntegro, el mes siguiente lo va a empezar en menos 1.000 euros y un ludópata lo cierra con menos 2.000, porque también gastó el sueldo de febrero, y así vas sumando», explica como ejemplo más llamativo. Luis recuerda que en una ocasión vio a una persona apostarse un chalé y al rato lo vio perderlo.

Para que una persona ajena a estas situaciones se acerque a comprender hasta dónde «el juego controla tu vida», menciona que una vez vio a un hombre «marchar con las llaves del coche de otro, que perdió el chalé y el coche». Ante la duda de qué puede sentir esa persona que gana un vehículo aclara que «sabiendo como piensa un ludópata, te da igual ganarle a otro y casi estoy seguro de que el coche lo vendió para seguir apostando». A pesar de que no fuese él quien se lo llevó, argumenta el denominador común que se da en la ludopatía: «El fin es en todos el mismo, jugar. Y te da igual todo lo demás, aunque al final sea tu perdición».

Una de las sensaciones que para Luis hacen que esta enfermedad sea «la pescadilla que se muerde la cola» es que dan igual los resultados: «Como gané vuelvo porque ya se que puedo ganar y cuando pierdo, vuelvo porque tengo que recuperar lo perdido». Y así es como acumulaba deudas y preocupaciones. 

La vergüenza y la autoestima: «Dejas hasta de ducharte o de afeitarte»

«Antes de entrar a un sitio así, miras a ver si alguien te ve entrando» asegura, sin embargo, una vez dentro existe algo parecido a un pacto de silencio y «da igual, porque los que están ahí están igual que tú». Además, si alguien lo reconociese allí «sabía de sobra que no iba a decir nada de mí, ni yo de él lógicamente».

Para Luis «eso no es vida». Vivir con la ansiedad que le producían las mentiras y los engaños a su familia, con los nervios y el miedo a ser descubierto y, como se mencionaba antes, con la preocupación de tener que encontrar solución a los problemas económicos que se le acumulaban. 

«Mi pareja llegó a pensar que yo tenía una enfermedad y no se lo quería decir para no asustarla»

Recuerda que hubo ocasiones en las que llegó a abandonar su higiene: «Dejas hasta de ducharte o de afeitarte». Algo que sorprendía a su pareja, porque como explica: «Yo siempre fui muy chulín, me gusta ir arreglado». De hecho, apostilla que con todos esos cambios «ella llegó a pensar que yo tenía una enfermedad y no se lo quería decir para no asustarla». Los pensamientos obsesivos le llevaron a cambiar sin darse cuenta: «Yo dormía en ropa interior y empecé a dormir con sudadera y la capucha puesta». Resume que «lo pierdes todo, como padre, como hombre y como persona, la autoestima está por los suelos». 

La secuela de ello siendo ludópata era tener que «disimular y aguantar». Recuerda que a veces cenando en su casa «se saltaban las lágrimas». «Yo miraba a mi hija y pensaba "pero qué estás haciendo, que pareces tonto"» relata, y esos ejemplos dentro de su estado psicológico y adictivo los define como «momentos de lucidez», aunque asegura que son muy pocos, y que «es tal la enfermedad que al día siguiente o al rato estas jugando».

Reconoce que también tuvo pensamientos suicidas, en su caso trabajaba viajando por carretera y «pasas por ciertos sitios y piensas en quitarte de en medio», sin embargo, nunca lo hizo porque pensaba en su familia y se preguntaba: «¿Qué culpa tienen mi mujer y mi hija? No las voy a dejar con las deudas y yo desaparecer».

Rehabilitación y cambio de vida: «Las salas de juego las quemaría todas»

Actualmente, siendo un ludópata rehabilitado, asegura que se siente tranquilo, con este cambio se muestra agradecido porque durante los años que su adicción estuvo activa «iba a trabajar pensando en cómo iba a arreglar lo del día anterior y llegaba el jueves e iba preocupado por cómo iba a arreglar lo del lunes, lo del martes y lo del miércoles». También celebra que a día de hoy «a trabajar voy silbando», pero para entender este cambio en su vida «hay que estar dónde estuve yo», razona.

Una vez controlada su adicción también siente lo que define como «un sexto sentido», reconoce a simple vista comportamientos que para otros pasan desapercibidos. Como ejemplo de esto, relata cuando un día mientras tomaba algo en una terraza, advirtió los comportamientos de un hombre y su manera de jugar en una máquina tragaperras, observó cuántas veces salió y entró a ese bar y otros contiguos y acertó al decirle a su pareja que «cada vez que dobla la esquina, va a sacar dinero del cajero». Además, «en cuanto lo veía volver», predecía que «iba a entrar como un caza hacia la máquina y cuando lo veía marchar, sabía que iba a entrar al bar de la otra esquina a seguir jugando».

A su vez, lamenta la razón que le llevó a acertar en sus pronósticos y la sensación de incapacidad que le producen: «Como yo lo fui, sé que entre nosotros nos reconocemos, pero no puedes, aunque quieras, acercarte a decirle que sabes lo que está haciendo, que es una enfermedad y necesita ayuda» porque «lo más probable es que te mande a la mierda y te diga que no tiene ningún problema».

«Las salas de juego las quemaría todas» sentencia Luis, y también garantiza que «el juego responsable no existe». Esta seguridad la siente «a toro pasado», aunque afirma que nunca llegó a tener una pelea por asuntos relacionados con el juego, bromea diciendo que «si me preguntas hace tres años, igual tenemos una bronca con este asunto» y celebra su capacidad actual porque «cuando empecé la terapia no me creería que me iba a estar riendo con esto».

Cambiaron muchas cosas durante sus años de tratamiento, una fueron sus hábitos y en eso asegura que fue «radical». Dejó de frecuentar los mismos sitios y la misma gente, aunque «no por eso dejé de hablar con ellos». Con respecto a los engaños y embustes: «Ahora de mentir, nada», sentencia.

En cuanto al dinero, su cuñado gestiona profesionalmente sus cuentas bancarias y su pareja la economía familiar al completo. Se deshizo de la mayoría de sus tarjetas, tenía aproximadamente cinco diferentes, y actualmente tiene una cuenta mancomunada —en la que dos personas o más comparten la titularidad— y confiesa que «dinero que gasto, dinero que justifico, incluso con un café pido tique». 

Describe que cuando dejas el juego el dinero «como no lo gastas, no desaparece», entonces, con respecto a las deudas, lo que antes gastaba en la ruleta, ahora lo tiene y «con eso fui pagando las deudas». Para entender esta cuestión de manera práctica explica que en su casa «entraban como 4.000 euros al mes y no me llegaban», sin embargo, actualmente, «entran 1.500 euros y me sobra».

En este sentido alude a la confianza como algo que, inevitablemente, perdió por parte de su familia. Explica esto con una hipótesis realista: «Puedo encontrar y perder dinero, como cualquiera, eso está clarísimo, pero, ¿cómo explicas eso para que te crean? Si te pasa no se lo van a tragar y si lo pierdes menos te van a creer». Concluye esta cuestión asegurando que «el dinero se paga poco a poco, lo que no se paga es lo que tenemos dentro de la cabeza».

Una vez controlada su adicción, bromea recordando una anécdota, ocurrió en un bar que frecuentaba donde le ofrecieron rifas de un colegio y tuvo que rechazarlas espetando con seguridad: «No quiero, soy testigo de Jehová y no jugamos a nada». Ante la incredulidad del camarero, Luis contó la verdad de su ludopatía, sin embargo no le tomó en serio y terminó diciendo «si no quieres coger está bien, pero no me vaciles».

Apoyo exterior: «Ignorante de mí pensaba que podía salir solo»

Luis apunta que lo primero es contarlo, que la familia lo sepa y hacerlo «sin vergüenza y sin miedo», porque para él «si una persona te quiere, va a estar ahí y lo que no sume, va fuera».

Alude en todo momento al papel que juega la suerte en este sentido «como la que tuve y tengo yo». Confiesa que nunca va a olvidar la primera conversación con su cuñada: «Me dijo "con esto hay que ayudarte, vamos a salir de esto". Tuvo implicación desde el primer momento, hablala de "nosotros" y no solo de mi». Similar fue la reacción de su cuñado, ya que, como explica, «en cuanto lo supo se puso a buscar conmigo, topamos con LARPA y para allá fuimos».

Está casado y tiene una hija de, actualmente, 19 años. De toda su familia y amigos asegura que le ayudaron «total e incondicionalmente, no llegas a ser consciente de la gente que tienes al lado hasta que la vas a perder», a la vez que admite: «Ignorante de mí pensaba que podía salir solo, no lo hubiese hecho sin su ayuda, fue el 95% de la recuperación». 

En su actual trabajo también recibió apoyo cuando decidió sincerarse con su jefe y este le mostró su ayuda y admiración. El efecto que tuvo su franqueza fue que «ahora me dan más responsabilidades», explica. También se lo contó a sus amigos y «ahí estuvieron a muerte». Incluso confiesa que para pagar las deudas que contrajo con el juego, esas personas le dieron la cantidad necesaria porque «preferían que se lo debiese a ellos, ya se lo devolvería».

También menciona que su pareja le contó que en ocasiones tuvo sentimientos de culpa: «Me decía "¿cómo no me di cuenta de esto?"». Además, notaba que su carácter empeoró, «era la típica persona que siempre estaba haciendo el payaso» y en casa notaban cómo había cambiado.

Con respecto a los locales de juego, asegura que «obviamente, ahí no vas a encontrar apoyos, para ellos eres un cliente y es dinero que se llevan». De hecho, apunta que hubo casos en los que no pagaba por comer o beber: «Y cuando te invitan, te sientes como Dios porque estás jugando, comes y bebes gratis y todo delante de la máquina».

Aprovecha la ocasión para puntualizar que «hay gente que piensa que lo puede controlar, pero es mentira, es imposible» y ánima a pedir ayuda a quien se encuentre en esta situación: «No pasa nada, pedir ayuda es de valientes no de cobardes, si no lo haces acabas o debajo de un puente, o en la cárcel o suicidándote». Concluye y resume que esta enfermedad «saca lo peor de ti».