Revienta a Djokovic, gana su decimotercer Roland Garros e iguala los 20 grand slams de Federer con cinco años menos que el suizo

Unos minutos antes de comenzar la final de la pandemia, el techo retráctil de la pista Philippe Chatrier se cerró por la previsión de lluvias. La majestuosa central de Roland Garros iba a lucir como nunca antes lo había hecho en una final. Una atmósfera diferente, unas condiciones que a priori -como las bolas más pesadas de este año o el tiempo más fresco- no beneficiaban al juego de Rafa Nadal. Dos horas y media más tarde, el vendaval de tenis del español se traduce en un triunfo incontestable, una de las mayores lecciones que se recuerdan sobre un número uno del mundo como Novak Djokovic en una final de un grand slam. Lo revienta por 6-0, 6-2 y 7-5 para ganar su decimotercer título en París. Pero, sobre todo, suma su vigésimo grande, con lo que, a sus 34 años, iguala el récord de Roger Federer, quien con cinco años más se recupera de sus últimas operaciones de rodilla y enfila los últimos meses de su soberbia trayectoria.

No hay ni un fugaz inicio de tanteo entre dos enemigos íntimos. Nadal abre fuego con una intensidad desconocida incluso en el tenista que nunca baja la guardia. Cae el primer break en el primer juego, y parece una inyección de confianza. Pero no hay diferencias entre los juegos de servicio y los de resto para el español. Porque se abalanza desde el primer golpe para tomar la iniciativa. Por eso Djokovic sufre una de sus peores pesadillas al servicio: solo gana el 27% de los puntos con su primer saque en esa manga inicial. Un registro insólito en un jugador de élite, que explica en parte el rosco con el que le castiga Nadal.

El segundo motivo por el que el serbio parece un mindundi se encuentra al otro lado de la red: un jugador que roza la perfección. Lo dice su balance de 10 golpes ganadores y dos errores no forzados para firmar el 6-0. Y lo ejemplifica el cuarto juego. Con 0-3 en contra, el número uno de lo mundo se agarra a la pista para arañar un break con el que volver al partido. Pero cada bola de ruptura la solventa Nadal con un golpe más demoledor que el anterior: una derecha paralela desde el pasillo contrario, donde se cubre su revés, otro drive cruzado que describe un ángulo que termina sobre el cuadro de saque y un revés igual de cruzado que termina justo en la otra esquina de la pista.

No hay tregua para Djokovic en el segundo set, aunque sufre lo indecible para ganar el primer juego después de levantar tres bolas de rotura de Nadal. Juega el español tan seguro de sí mismo que convierte esta vez su revés -ese golpe que impulsa con la mano derecha, su mano buena para todo lo que no es el tenis- en un segundo drive. Así que el serbio no encuentra ni un flanco por el que encontrar algo de tregua, y se pierde en dejadas, decisiones equivocadas y, al final, errores propios de quien se siente desnortado, como la derecha a media pista que espeta en la red y que supone el 3-1 para Nadal en ese segundo set.

Es tal el festival de Nadal que los aplausos en unas gradas prácticamente vacía resuenan como en las tardes de primavera en París, antes de que la pandemia aplazase Roland Garros al otoño. Contradejadas, remates, voleas... No hay un golpe que no engrandezca esta vez el mejor tenista de todos los tiempos sobre tierra batida. Un festival que propicia que Djokovic, derrotado antes de tiempo, abra los brazos y lance al cielo un ¡aleluya! cuando con 5-1 en contra fabrica su punto más decente de toda esa segunda manga, que al rato se cierra por 6-2.

El tercer set sirvió para que Djokovic, al menos, emitiese unas mínimas señales de vida. Lo hizo cuando, con 3-2 en contra, logró su primer break y rugió al cielo pidiendo una última oportunidad. Le fue concedida, pero sirvió apenas para dar un mínimo de tensión al desenlace de una de las grandes hazañas de la historia del deporte, el decimotercer Roland Garros de Nadal, su vigésimo grand slam, números que en Nadal tienden al infinito.