La asturiana Patricia Peña convive con una enfermedad rara: «Estuve a punto de irme al otro barrio»

Esther Rodríguez
Esther Rodríguez REDACCIÓN

ASTURIAS

Patricia Peña sufre hipertensión pulmonar idiopática, un trastorno pulmonar poco frecuente que causa presión arterial alta en los pulmones
Patricia Peña sufre hipertensión pulmonar idiopática, un trastorno pulmonar poco frecuente que causa presión arterial alta en los pulmones

Esta vecino de Siero de 53 años padece un tipo de hipertensión pulmonar que ha cambiado «por completo» su vida. «Procuro no quedarme en casa ni dar pena a quienes me rodean, porque no quiero que sufran lo que sufro yo», asegura.

05 dic 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

El corazón y los pulmones trabajan en equipo para garantizar que el oxígeno llegue a todo el cuerpo. Cuando uno de estos órganos no funciona correctamente o presenta alteraciones comienzan a surgir problemas respiratorios. Una de las causas por las que no se realiza de manera adecuada ese intercambio gaseoso es la hipertensión arterial pulmonar. Esta enfermedad crónica, con baja prevalencia a nivel mundia, afecta a unas 3.600 personas en España, aunque el número real podría ser mayor debido a la dificultad de su diagnóstico. Entre los pacientes se encuentra Patricia Peña, una asturiana que convive desde hace 21 años con esta patología rara, la cual ha limitado «por completo» su actividad diaria.

Patricia es una de las pocas mujeres de nuestra región que padece este problema «primario», que se origina en los vasos sanguíneos de los pulmones. En su caso, esta enfermedad debutó cuando entró en la década de los 30. A los meses de soplar las velas y comenzar esta nueva etapa de la vida, la sierense empezó a notarse más cansada de lo habitual, aunque lo atribuía a su trabajo como dependienta en una tienda de ropa en Oviedo. «Estaba siempre de aquí para allá», asegura. Con el tiempo, ese agotamiento fue a más y al mínimo esfuerzo que hacía tenía la sensación de que le faltaba aire en sus pulmones.

Llegó un momento que el simple hecho de subir cuatro escaleras le producía fatiga. Caminaba distancias cortas, además a un paso tranquilo, y parecía que había hecho ese trayecto corriendo. Le costaba incluso hablar de lo agotada que estaba. Dada esta situación y como «tampoco era normal que a esa edad estuviese así» decidió consultar a su médico de cabecera. El especialista que aborda la salud de las personas de manera integral al analizar su cuadro clínico consideró que su estado era fruto del estrés. Patricia, por su parte, no compartía «en absoluto» aquel diagnóstico. «Le dije que no me diese medicación para tratar los nervios», precisa a sus 53 años.

El diagnóstico certero

Como sospechaba que el problema era otro, esta vecina de Siero insistió encarecidamente que le hiciesen más pruebas para aclarar el diagnóstico. Dada su insistencia y tras consultar a otro especialista, el médico de cabecera derivó su caso al servicio de medicina interna del HUCA. «Tuve la grandísima suerte, porque esta enfermedad puede tardar años en detectarse, que el doctor que me atendió sabía lo que era la hipertensión pulmonar y me mandó hacer una serie de pruebas, además con carácter preferente», señala y añade que, mientras tanto, le recomendó bajar el ritmo de su día a día.

Pasadas unas semanas y tras realizar una serie de pruebas médicas, Patricia recibió el diagnóstico que cambió para siempre el rumbo de su vida. Era un lunes, 13 de septiembre de 2004, cuando el médico le dijo que padecía hipertensión pulmonar idiopática (HPI), una forma «rara y grave» de presión arterial alta en las arterias de los pulmones, cuya causa no se conoce. Y, como si no fuera bastante con la noticia, el especialista le informó de que debía quedarse esa misma tarde ingresada para hacerle un estudio clínico más completo. «Recuerdo que le dije que imposible, que llevaba incluso el uniforme para nada más salir de consulta ir a trabajar», rememora.

A pesar de su negativa, no le quedó más remedio que quedar «unos días» ingresada en el hospital para que le hiciesen unas pruebas médicas específicas. A partir de ese instante, el neumólogo Celso Álvarez y el cardiólogo Julián Reguero pasaron a ser los encargados de estudiar y seguir de manera personalizada su caso. «Lo primero que me hicieron fue un test de la marcha de seis minutos y, en ese tiempo, solo caminé 90 metros y tuve que pararme porque me fatigaba», cuenta Patricia, quien a día de hoy es atendida por el neumólogo Pedro Bedate.

Aquellos primeros días fueron extremadamente duros. No solo por el cansancio que tenía, sino por la incertidumbre de no saber lo que realmente le pasaba. «Me acuerdo que mi marido y yo empezamos a ponernos en contacto con amigos que son médicos porque no nos podíamos creer que tuviese esta enfermedad, que aunque no sabíamos exactamente que era ni su magnitud, asociábamos a personas mayores y yo en ese momento tenía 32 años », asegura. Y, por supuesto, lo que menos se imaginaba era que la HPI se encontraba en un estado «muy avanzado». «Me cogieron a punto de irme para el otro barrio», reconoce.

Debido a su delicado estado de salud, Patricia se vio obligada a dejar su trabajo y alejarse de sus responsabilidades diarias. Afortunadamente, a diferencia de muchas otras personas enfermas, el tribunal médico reconoció que no estaba en condiciones de desempeñarse laboralmente y le concedió una prestación económica. Esto le permitió dedicarse plenamente a lo más importante: cuidar de sí misma y atender su bienestar físico y emocional.

Por aquel entonces, la hipertensión pulmonar idiopática era una enfermedad poco conocida y prácticamente no contaban con tratamientos médicos específicos, por lo que fue derivada a la unidad de silicosis. «Ahí llegaron a decirme: ‘Si hubieras venido hace unos años, te habríamos dicho que lo sentimos, que te ibas a morir’, porque no habrían tenido ningún tratamiento disponible», cuenta. Para aliviar sus síntomas, en este departamento especializado en problemas respiratorios, le recetaron dos tratamientos orales. Uno consistía en una pastilla cada 24 horas y el otro en tres pastillas cada 8 horas.

Para reforzar su tratamiento, le implantaron una bomba de analgesia. Este dispositivo, que funcionaba mediante un catéter central, le administraba de manera continua la medicación. El problema era que debía llevarla puesta las 24 horas del día. «No la podía quitar ni para ducharme, porque no podía estar ni cinco minutos sin ella; de lo contrario, el cuerpo lo notaba», asegura Patricia, quien tuvo este aparato durante ocho años. «Cuando me lo quitaron, gané calidad de vida, no solo porque pesaba medio kilo, sino también porque ya no tenía que preocuparme tanto por mantener la zona extremadamente limpia, ya que era una vía directa al corazón; es decir, si entraba una bacteria, podía morir», detalla.

Al mejorar significativamente su estado de salud, los médicos sustituyeron la bomba de analgesia por una medicación inhalada cada tres horas. «Estaba encantada porque podía tomarme la medicación en cualquier sitio, sin tener que preocuparme de nada», asegura. Sin embargo, esa felicidad solo le duró cuatro años. Su salud empezó a deteriorarse y volvió a sentirse completamente agotada. «Cuando me encuentro mal, lo noto especialmente en la voz: se me corta, empiezo a perderla, me fatigo más y mi piel adquiere un tono más rojizo», explica. Dada esta situación, los médicos decidieron realizar un cateterismo, que confirmó todas sus sospechas.

Para aliviar los síntomas, le volvieron a poner una medicación subcutánea. Durante seis años estuvo con este dispositivo implantado, hasta que se lo sustituyeron por uno que «solo pesa 100 gramos» y permite administrar la medicación de manera similar a la insulina. «Lo que sucede es que, cuando recibimos el pinchazo, durante una semana, los pacientes de hipertensión pulmonar experimentamos un verdadero infierno debido al dolor que nos provoca. Da igual que usemos parches de morfina, hay tres días en los que casi no puedes moverte; al menos yo, por el dolor, no puedo», reconoce.

Vuelve a recuperar la rutina

Aunque esta medicación, que se administra cada cuatro meses, le provoca algunos días de dolor, Patricia ya puede llevar una vida relativamente normal. Por supuesto, no puede desempeñar laboralmente, pero sí es capaz de realizar las tareas cotidianas del hogar, que no es poco. «Si veo que me canso, me paro y, cuando me recupero, continúo sin prisa alguna. Eso en el trabajo no lo puedo hacer. Cuando voy a la compra, más de lo mismo. Como en Siero casi todo son cuestas me canso mucho más. Entonces, cuando me fatigo, miro un escaparate para descansar», cuenta, y destaca que «después de 21 años enferma y con tantos tratamientos encima, ya consigo andar unos 700 metros».

La hipertensión pulmonar idiopática cambió «por completo» su vida. Tuvo que renunciar a muchas de las cosas que le apasionaban, como trabajar como dependienta en una tienda de ropa, porque su estado de salud no se lo permitía. «Me encantaba atender a las clientas», asegura Patricia, a quien no le quedó más remedio que aprender a relativizar si quería escribiendo su historia. «Siempre fui muy positiva, y eso fue un extra. Es una enfermedad en la que, si acumulas disgustos, los síntomas se intensifican», dice la sierense, para quien lo más difícil no ha sido reducir su ritmo diario ni pasar temporadas en el hospital, sino enfrentarse a los comentarios de los demás.

«Hubo gente que llegó a decirme por qué me jubilé si tenía buen aspecto. Si me maquillo y me pongo tacones, es porque me gusta verme bien, pero eso no significa que no esté enferma», aclara. Uno de los signos perceptibles de esta enfermedad invisible son los labios azulados y las manos muy pálidas. «Se nos quedan así por la falta de oxígeno en la sangre», explica. De todas formas, aunque este tipo de comentarios duelen, Patricia trata de hacer oídos sordos y de seguir adelante con su vida. «Procuro no quedarme en casa ni tampoco trato de dar pena a los de mi alrededor porque no quiero que sufran lo que sufro yo», asegura.

Aprendió, por tanto, a convivir con la enfermedad y, pese a todo, a seguir disfrutando de cada momento de su vida. «Me planteé que la enfermedad fuera conmigo, no yo con ella», dice la sierense, que rompe con los pronósticos de la HPI. Se estima que el tiempo desde que se diagnostica esta patología hasta necesitar un trasplante o fallecer suele ser de 5 a 6 años, y en su caso ni siquiera ha sido necesario sustituir sus pulmones por unos sanos. «Sí que me hicieron las pruebas, por si acaso, pero desde hace unos años participo en un nuevo tratamiento experimental del hospital de Valdecilla, en Santander, y he mejorado mucho», asegura Patricia, quien tiene la esperanza de que este tratamiento le permita seguir llevando una vida plena.